EL OTRO (EL DESCONOCIDO), de Edward Thomas





Allí acababa el bosque. Me alegré
de percibir la luz, oír zumbidos
de abejas y de oler la hierba seca
y la menta, y también de haber llegado
al límite del bosque, y porque había
una posada y un camino, que es la suma
de cuanto no es un bosque. Pero fue
ahí donde me preguntaron si no había
pasado por allí la víspera. “Es extraño.
¿No fue usted quien durmió aquí?” Sentí miedo.

Averigüe cuál era su camino,
dejé el oscuro bosque y la posada
-y el pájaro carpintero y el cernícalo-
bajo la luz del sol, y la alegría
que sentí al verla por primera vez.
Caminé rápido, con la esperanza
de alcanzar a aquel otro. No pensaba
en qué haría entonces. Pretendía
catar la semejanza y, si era cierta,
conocerme a mí mismo al contemplarlo.

Esa noche probé por las posadas
de una larga avenida de edificios,
en los patios oscuros y arrabales,
viajando pesaroso aunque con ansias
y fue en vano. No estaba. Y nada hubo
que me dijese que hasta entonces alguien
como yo había traspasado aquellas
puertas. Les pregunté: “¿No recordáis?”-
Pero un acantilado de perpetua
espuma es más hospitalario que ellos.

Así pasaron días y más días,
en la persecución de aquel extraño
y nada pude hallar sino remedios
para el deseo. Y eran incompletos,
sembraban más deseo: el de besar
sin cortapisas el deseo mismo,
deseo de deseo. Y, sin embargo,
en mi alma seguía habiendo vida.
Un día, al refugiarme de la lluvia,
olvidé que yo era capaz de olvido.

Primero un huésped, luego el posadero
se quedaron mirándome. Dudaban
con una especie de sonrisa extraña.
Su silencio me dio un tiempo precioso
y pregunté si alguien como yo
se había allí hospedado. Aquella treta
dio resultado y lo contaron todo.
Y eso no es nada: a menos de una milla
de la posada, pude comprobar
que él era en todo idéntico a mí mismo.

Les había agradado más que yo.
Sentí más vivamente aún que antes
el deseo de hallarlo y confesar,
de explicarme y dejar que él se explicara.
No podía esperar, quizá los niños
adivinaran que algo perseguía
cuando escuchaba, atento, sus respuestas.
Y una vez la cautela de una niña
me irritó de tal modo que no habría
celebrado encontrar al otro entonces.

Busqué la soledad. Al caer la noche
cesó el viento y quedó todo muy quieto
por los caminos y las tierras de labranza,
tan vacías y oscuras, sobre el cerro.
Si había habido allí un reino medio
entre el cielo y la tierra, algún terrible
poder lo había clausurado: todo
-los árboles, la casa, aquella torre-
compartía, a la luz de un solo astro,
el beneficio de una oscura calma.

Y todo era del cielo o todo era
de la tierra: no había diferencia.
Ladraba un perro desde un alto, un pájaro
silbaba en las alturas, los tardíos
chillidos de algún mirlo se callaban
en el denso silencio. La luz última
del día se abrió paso entre las nubes.
Y yo permanecí sereno, quieto,
inmenso en mi alegría silenciosa,
como un antiguo huésped de la tierra.

Hubo un tiempo en que a esto lo llamaba
melancolía, cuando gozo y fuerza
no volvían a mí como quien vuelve
a un destierro y, dejando su escondrijo,
sonreían de gozo mis flaquezas
muy lejos de los hombres, disfrutando
la eternidad en un precario instante.
Y era feliz mi búsqueda de entonces
aunque al buscar no adivinaba aún
qué era lo que estaba yo buscando.

Fue muy breve ese tiempo; una vez más
busqué por los caminos y posadas
el otro, hasta que un día, en el barullo
de una taberna preguntó por mí
y comenzó a gritar que era un pecado
el modo en que lo había perseguido
y soñado con él, día tras días.
Vivía, aseguraba, fugitivo
a causa de esto. ¿No tenía nada
que alegar? Yo callé y me escabullí.

Y ahora no me atrevo ya a seguirle
de cerca. Intento no perderlo, pero
temo su ceño, y más aún su risa.
Salgo del bosque hacia la luz, y veo
los vencejos volar desde la viga
junto a la puerta; me detengo, espero
y oigo una algarabía de estorninos
que pican como patos, luego echan
a volar. Cuando él sale, lo sigo. Y así, siempre,
hasta que se detenga. Entonces lo haré yo.

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