X, de Yannis Ritsos





Todos los cuerpos que toqué, que vi, que poseí, que soñé, todos
están condensados en tu cuerpo. Oh, tú, carnal Diotima,
en el gran banquete de los griegos. Las flautistas se han marchado,
los poetas y los filósofos se han marchado. Los hermosos efebos reposan ya
lejos, en los dormitorios de la luna. Estás sola
en la plegaria que he elevado. Una sandalia blanca
con tiras blancas y largas está atada a la pata de la silla. Es el olvido absoluto;
eres la memoria absoluta. Eres la fragilidad intacta. Amanece.
Carnosas chumberas se precipitan desde los riscos. Un sol rosáceo
permanece inmóvil sobre el mar de Monemvasiá. Nuestra doble sombra
se deshace en la luz sobre el suelo de mármol cubierto de colillas pisadas,
de ramilletes de jazmines ensartados en agujas de pino. Oh carnal Diotima,
tú que me has engendrado y a quien yo engendré, es ya el momento
de que engendremos actos y poemas, de salir al mundo. Y en verdad no te olvides,
cuando vayas al Ágora, de comprar bastantes manzanas,
no las de oro de las Hespérides, sino esas grandes y rojas que, cuando hincas
tus dientes brillantes en su carne apretada, se les queda clavada,
como una eternidad sobre los libros, tu sonrisa vital.

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