ROMIOSINI VII, de Yannis Ritsos





La casa, el camino, la higuera, la cáscara del sol que las gallinas picotean en el patio.
Los conocemos, nos conocen. Aquí entre las breñas
la culebra ha mudado su túnica amarilla.

Aquí está la choza de la hormiga y el torreón lleno de troneras de la avispa,
en el mismo olivo el cuerpo muerto de la cigarra del año pasado y el canto de la cigarra de este año,
en los arbustos tu sombra que te sigue como un perro silencioso, muy castigado,
perro fiel –al mediodía se acuesta junto a su sueño terroso husmeando los laureles,
A la noche se ovilla a tus pies mirando una estrella.

Un silencio de peras se multiplica en las piernas del verano,
la somnolencia del agua se demora en las raíces del algarrobo,
la primavera tiene siete hijos huérfanos adormecidos en su regazo,
un águila moribunda en sus ojos,
y allá arriba, detrás del pinar, la capilla de San Juan Ayunador secándose al sol
como el pálido excremento del gorrión en una ancha hoja de mora.

Este pastor envuelto en su pelliza
tiene en cada pelo del cuerpo un río seco,
tiene un bosque de encinas en cada agujero de su flauta
y su bastón tiene los mismos nudos
que el remo que golpeó por primera vez el azul del Helesponto.

No es necesario que recuerdes. La vena del plátano
tiene tu misma sangre, la misma del asfódelo y la alcaparra de la isla.

Desde el fondo silencioso del pozo asciende al mediodía
una voz de vidrio oscuro y viento blanco,
una voz redonda como un ánfora antigua –la misma voz antigua
y el cielo enjuaga con añil las piedras y nuestros ojos.

Todas las noches la luna da vuelta sobre los campos del cuerpo de los grandes muertos,
palpa sus rostros con salvajes, helados dedos
hasta reconocer a su hijo por el filo del mentón y las cejas de piedra,
registra sus bolsillos. Siempre encuentra algo. Algo encontramos.
Un relicario con madera de la Cruz. Un cigarrillo aplastado.
Una llave, una carta, un reloj detenido a la siete.
Le damos cuerda nuevamente. Las horas pasan.

Cuando mañana sus ropas se pudran
y queden desnudos entre los botones militares
como quedan pedazos de cielo entre las estrellas del verano
como queda el río entre las adelfas
como queda el sendero entre los limoneros cuando llega la primavera,
acaso encontremos entonces sus nombres y podamos gritar: yo amo.

Entonces. Pero estas cosas están todavía muy lejos,
todavía muy cerca, como cuando estrechas
una mano en la oscuridad y dices buenas noches
con la amarga cortesía del desterrado que vuelve a la casa paterna
y ni los suyos lo reconocen,
pero él ha conocido la muerte,
y ha conocido la vida que está antes de la vida y después de la muerte
y los reconoce. No se entristece. Mañana, dice. Y está
seguro que el camino más largo es el camino más corto al corazón de Dios.

Y he aquí la hora en que la luna lo besa con cierta angustia detrás de la oreja,
las algas, la maceta, el escabel y la escalera de piedra le dicen buenas noches,
y las montañas y los mares y las ciudades y el cielo le dicen buenas noches
y sacudiendo la ceniza del cigarrillo ente las rejas del balcón
puede llorar por su seguridad,
puede llorar por la seguridad de los árboles y de los astros y de sus hermanos.

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