cribando la luz cenicienta con sus toscos dedos,
se quitaban las cartucheras y calculaban cuanto esfuerzo cabía en el sendero de la noche,
cuanta amargura en el nudo de la malva silvestre,
cuanto valor en los ojos del niño descalzo que llevaba la bandera.
Se había demorado en el campo la última golondrina,
oscilaba en el aire como una cinta negra en la manga del otoño.
No quedaba otra cosa. Solamente las casas humeando todavía.
Los otros nos dejaron hace tiempo bajo las piedras,
con sus camisas desgarradas y su juramento escrito en la puerta caída.
Nadie lloró. No teníamos tiempo. Pero el silencio crecía
y la luz estaba ordenada allá abajo en la playa como el ajuar de una muerta.
¿Qué será de ellos cuando la lluvia arroje sobre la tierra las hojas podridas de los plátanos?
¿Qué será de ellos cuando el sol se seque sobre un manto de nubes
como una chinche aplastada en la cama campesina?
¿Cuando se pose en la chimenea del atardecer la cigüeña embalsamada de la nieve?
Viejas madres echan sal en el fuego, echan tierra en sus cabellos,
arrancaron las vides de Monembasiá para que el negro racimo no endulce la boca de los enemigos,
pusieron en un saco los huesos de sus abuelos junto con los cubiertos
y vagan fuera de las murallas de su patria buscando dónde arraigar en la noche.
Ahora será difícil encontrar otro idioma que no sea el del cerezo,
menos fuerte, menos duro-
las manos aquellas que quedaron en los campos
o arriba en las montañas o abajo en el mar,
no olvidan, nunca olvidan-
será difícil que olvidemos sus manos,
será difícil que las manos encallecidas por el gatillo interroguen a una margarita,
que digan gracias sobre sus rodillas, sobre el libro
o en el seno de la noche estrellada.
Se necesitará tiempo. Y debemos hablar.
Hasta que encuentren su pan y su justicia.
Dos remos clavados en la arena en el tormentoso amanecer.
¿Dónde está la barca?
Un arado hundido en la tierra, y sopla el viento.
La tierra quemada. ¿Dónde está el labrador?
Cenizas en olivo, la viña y la casa.
La noche avara esconde estrellas en sus medias campesinas.
Laurel seco y orégano en el armario de la pared. El fuego no lo tocó.
Una marmita tiznada en la chimenea- y el agua
hierve sola en la casa cerrada. No tuvieron tiempo de comer.
Las venas del bosque en la puerta quemada –corre la sangre por las venas.
Y he aquí el paso familiar. ¿Quién es?
Familiar este ruido de clavos en la pendiente.
La raíz se arrastra en la piedra. Alguien viene.
La consigna, el santo y seña. Hermano. Buenas noches.
La luz encontrará entonces sus árboles, el árbol encontrará su fruto.
El jarro del muerto tiene agua y luz todavía.
Buenas noches, hermano mío. Buenas noches.
En su barraca de madera vende hilos y especias la vieja noche.
Nadie compra. Subieron a las montañas.
Difícil ya que bajen.
Difícil que digan su estatura.
En la era donde comieron una noche los valientes
quedan carozos de aceitunas y la sangre seca de la luna
y el hexámetro de sus armas.
Quedan en torno los cipreses y el laurel.
Al día siguiente los gorriones se comieron las migas de su pan,
los niños jugaron con los fósforos
que habían encendido sus cigarrillos y las espinas de los astros.
Y la piedra, donde se sentaron a la tarde bajo los olivos de cara al mar,
mañana será cal en el horno,
pasado blanquearemos con ella nuestras casas y el umbral de Aghia Sotiras,
traspasado sembraremos una semilla allí donde se durmieron,
y un brote de granado
estallará como la primera sonrisa de un niño en el regazo del sol.
Después nos sentaremos allí en la tierra para leer sus corazones
como si leyéramos desde el principio la historia del mundo.
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