IX, de Yannis Ritsos






Qué hermosa eres. Me asusta tu belleza. Tengo hambre de ti. Tengo sed de ti.
Te lo ruego: escóndete; vuélvete invisible para todos; visible solo para mí; cubierta
desde el cabello hasta las uñas de los pies con un velo oscuro y transparente
salpicado por los plateados gemidos de lunas primaverales. Tus poros irradian
vocales, consonantes placenteras; articulan palabras secretas;
rosáceos estallidos del acto sexual. Tu velo se hincha, reluce
sobre la ciudad anochecida con bares a media luz, sus tascas portuarias;
verdes focos iluminan la farmacia de guardia, una esfera de vidrio
gira veloz mostrando lugares del globo terráqueo. El borracho se tambalea
en una tempestad generada por la respiración de tu cuerpo. No te vayas. No te vayas.
Tan material, tan inasible. Un toro de piedra
salta desde el frontón del templo a la hierba seca. Una mujer desnuda sube
la escalera de madera
cargando un barreño de agua caliente. El vaho le oculta el rostro.
Arriba en el aire un helicóptero de vigilancia zumba en lugares imprecisos. Cuidado.
Te buscan a ti. Escóndete muy dentro de mis brazos. El pelo
de la manta roja que nos cubre crece sin cesar
y la manta se convierte en una osa preñada. Bajo la osa roja
nos entregamos sin medida, más allá del tiempo y más allá la muerte,
en una unión única, universal. Qué hermosa eres. Me asusta tu hermosura.
Y tengo hambre de ti. Y tengo sed de ti. Y te ruego: escóndete.

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