ÉPOCA SILENCIOSA, de Yannis Ritsos





1.Cambio

Un balcón suspendido del cielo
una pequeña nube que entristece el mar – se agrande la nube,
un fuego de pastor en la humedad del bosque – se apaga.
La noche recoge del alambre sus húmedas enaguas
hasta encender su lámpara detrás de la montaña.

Huyen los colores y los niños, quedan sólo las piedras,
huye la sangre de las venas del día,
dos gruesas gotas se disuelven en el agua,
el humo del cigarrillo es el rostro de aquél que fumaba en el muelle.

Ahora debemos cerrar los postigos
quedarnos en nuestro lugar. Hay humedad.

Sobre las ventanas permanece lejano el crepúsculo
como el programa de una fiesta popular cuando se dispersa la gente
y se vacían los cafés y las tabernas de la plaza.
La sombra se adhiere a las tapias y a las casas de la isla
como el carbón al rostro del fogonero. No vino nadie.

Y sin embargo tú retienes todavía en tus palmas
el hálito amargo del mimbre
el áspero aire de la viña
y un pedazo de mar que asoma tras la red de una rama de pino. No nos quitaron todo.

Dentro de poco vendrá nuestra noche a eliminar el silencio con la estrofa de un astro
dejará su gran azadón frente a nuestra puerta
dejará colgada a nuestro lado la luna taciturna
como deja nuestra madre su alianza en la cómoda antes de dormir.

El mar queda detrás de las pestañas bajas
un rostro entrevisto tras las varillas de la lluvia.
El marinero borracho grababa con su cortaplumas el nombre de su amada
en la puerta de la taberna, allá en el puerto extranjero
a la hora en que el alba sacaba de su bolsillo una gran llave oxidada
y abría los depósitos de trigo y de carbón.
Dijimos entonces algo simple –no lo recuerdo
sólo guardo el sonido de su voz
así como queda el calor de dos cuerpos en las sábanas de la mañana.
Y sabíamos que nada estaba perdido. Lo sabíamos bien.

Después salimos a la calle. La calle era extraña.
La luz medía la soledad de la noche pasada.
El reloj de la estación era como la última página de un libro
y cada vez que hablabas salía de tu boca el nombre de la patria
como se saca de la vieja valija de viaje una gruesa camiseta campesina.

Así pasamos la noche en medio de la calle. Las luces no nos conocían.
Las casas no decían buen día. Las ventanas miraban hacia adentro.
Suena fuertemente la campanilla cuando cambia la guardia
y la tormenta de ayer y el farol de la aduana-.

Pero de nuevo sobre los mástiles, sobre las chimeneas
esta estrella primaveral -mírala- no quiere desaparecer
como una vieja fecha grabada en la cabina
por la triste mano de la mujer del capitán.

Y esta noche que regresa sucia y descalza,
viene la noche como el negro y manso perro del puerto
y se adormece sobre las bolsas de nuestra alma frente al mar.
Algo espera la noche. Algo esperamos.

Como sea escucharemos desde lejos el relincho del viento.
Una gruesa gota dirá: recuerdo,
otra dirá: recomienzo.
Los buscadores de esponjas emparentados con las algas del abismo
subirán al muelle a fumar sus pipas
a buscar en las estrellas señales del tiempo
a asegurar los cabos de las barcas
hasta que subamos el doble escalón por el que bajamos
hasta que disuelva el mapa todos sus colores en un solo color.
He aquí, sobre la ciudad,
el viento que despega los grandes afiches de las nubes.

4 Una gota de sueño

Lejana la voz del vendedor de billetes. El árbol inclinado.
Un jarro enterrado en la arena.
Arde el poniente. Reflejos violáceos en la playa.
Algunas casas en la colina, guindos amontonados, silencio y crepúsculo.

Tienes un pañuelo de verano en tu bolsillo
tienes una tristeza abandonada en el umbral
como la deshilachada zapatilla de primavera que quedó olvidada en la roca
cuando la última pareja recoge apresuradamente tres metros de mar
y se pierde cabizbaja al abrigo del viento.

Qué rápido anochece en tus ojos.
Tu bolso huele ya a humedad,
tus manos entraron en los guantes como los árboles en las nubes.

Allí donde termina la tormenta comienza tu mirada
allí donde termina el cielo comienza tu canto y todo tu rostro.

Hay una estrella amarilla en tu silencio
como una pequeña margarita en la cómoda de un enfermo
hay un puñado de calor en cada hoja amarilla que vuelve atrás las páginas del tiempo.

Basta que sepas. La otra comunicación no se interrumpe después de medianoche.

La línea continúa a lo largo y a lo ancho,
con varias estaciones,
algunas interrupciones, algunos accidentes,
continúa, y el otoño se protege del viento en las rejas de la estación
o en la tapia de orfelinato
oyendo el toque de queda sobre los húmedos techos
y continúa aún el gramófono en el bar de la playa
y la luna gira sobre él –
un disco gastado, un viejísimos tango. Nadie baila.

Pero tú volviendo del otro lado de la luna
más allá de la medianoche, más allá del umbral
escucharás la gran música paseando por el alto puerto con doce mástiles
como un mozo silencioso que da vuelta las mesas del otoño
doblando cuidadosamente las servilletas de la noche
recogiendo pilas de platos llenos de huesos de pescado.

El mar y el canto continúan.

Es nuestro todo lo que dejaron fuera de la puerta los hombres encerrados
el grito del viento en los cuartos oscuros
la música que baja en grandes oleadas golpeando los postigos
el silencio que abre su monedero y se mira en su cuadrado espejito
y aquélla que se enrolla en un capote militar sobre el muelle
y se duerme junto a su mochila.

También tú enciendes el cigarrillo con una estrella sobre el tranquilo rebaño de tu alma
como el blanco que vela sobre la tropa dormida
para pensar en una mujer
en el mar
la ciudad con sus banderas
los clarines
el polvo del sol y la gloria de los astros.

Y está a tu lado –lo sabes-
esta gran sonrisa
como el redondo despertador junto al sueño del trabajador.

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