EL POETA Y LA CALLE, de Baldomero Fernández Moreno



Madre, no me digas:

—Hijo, quédate...,

cena con nosotros

y duerme después...

Cuando eras pequeño

daba gusto ver

tu cara redonda,

tu rosada tez...

Yo a Dios le rogaba

una y otra vez:

que nunca se enferme

que viva años cien;

robusto, rosado,

gallardo doncel

le vean mis ojos

allá en la vejez.

Que no tenga ese aire

de los hombres que

se pasan la noche

de café en café...

Dios me ha castigado.

¡Él sabrá por qué!—

Madre, no me digas:

—Hijo, quédate...—

La calle me llama

y a la calle iré...

Yo tengo una pena

de tan mal jaez

que ni tu ni nadie

puede comprender,

y en medio de la calle

¡me siento tan bien!

¿Qué cuál es mi pena?

¡Ni yo sé cuál es!

Pero ella me obliga

a irme, a correr,

hasta de cansancio

rendido caer...

La calle me llama

y obedeceré...

Cuando pongo en ella

los ligeros pies,

me lleno de rimas

sin saber por qué...

La calle, la calle,

¡loco cascabel!

La noche, la noche,

¡qué dulce embriaguez!

El poeta, la calle y la noche,

se quieren los tres...

La calle me llama,

la noche también...

Hasta luego, madre,

¡voy a florecer!

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