MUERTE APLAZADA, de Dámaso Alonso

Tarde sin una flor. Lento camino.

La llanura incendiaba sus retamas.

Ululaban al fondo

las feroces jaurías del verano.

¿Ay, por qué cuando crujen los sarmientos

de la fiebre, tal vez se abren recónditas,

diáfanas salas

de dulce aroma o brisa?

¡Tersa visión de paz! ¿La calentura

le trajo hasta mis ojos? ¿Fuiste un sueño

del viento de la siesta, creador?

Tras una curva de la senda, surge

la verja de un jardín. Franca, la puerta.

Es un hervor de pájaros, un sollozar de fuentes,

dentro, la verde luz extraña.

Altas llamas de sueño ensombrecido,

los cipreses agudos

cimbrean levemente

la flecha exacta contra el denso azul.

Monstruosas flores,

flores de otras laderas,

exhalan grueso aroma,

casi carnal.

Y flotan voces laxas,

dulces lamentos y veladas músicas.

Anchísima avenida

en hondura sin tiempo se diluye.

Yo miraba en silencio

la fresca sombra del jardín

(oh quietud, oh perfume letal, oh luz extraña).

Tenía sueño y sed. Un viento inexistente,

torpe querencia, me impelía...

iba ya a entrar...

Dura belleza torva,

ojos de acero y bronce la melena,

me gritó: "No, tú sigue tu camino".

Y señaló a la tarde.

Ya era un lago de sombra la llanura,

y aullaban a lo lejos

las feroces jaurías del verano.

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