ORILLAS DE TU VIENTRE, de Miguel Hernández


¿Qué exaltaré en la tierra que no sea algo tuyo?

A mi lecho de ausente me echo como a una cruz

de solitarias lunas del deseo, y exalto la orilla de tu vientre.

Clavellina del valle que provocan tus piernas.

Granada que ha rasgado de plenitud su boca.

Trémula zarzamora suavemente dentada

donde vivo arrojado.

Arrojado y fugaz como el pez generoso,

ansioso de que el agua, la lenta acción del agua

lo devaste: sepulte su decisión eléctrica

de fértiles relámpagos.

Aún me estremece el choque primero de los dos;

cuando hicimos pedazos la luna a dentelladas,

impulsamos las sábanas a un abril de amapolas,

nos inspiraba el mar.

Soto que atrae, umbría de vello casi en llamas,

dentellada tenaz que siento en lo más hondo,

vertiginoso abismo que me recoge, loco

de la lúcida muerte.

Túnel por el que a ciegas me aferro a tus entrañas.

Recóndito lucero tras una madreselva

hacia donde la espuma se agolpa, arrebatada

del íntimo destino.

En ti tiene el oasis su más ansiado huerto:

el clavel y el jazmín se entrelazan, se ahogan.

De ti son tantos siglos de muerte, de locura

como te han sucedido.

Corazón de la tierra, centro del universo,

todo se atorbellina con afán de satélite

en torno a ti, pupila del sol que te entreabres

en la flor del manzano.

Ventana que da al mar, a una diáfana muerte

cada vez más profunda, más azul y anchurosa.

Su hálito de infinito propaga los espacios

entre tú y yo y el fuego.

Trágame, leve hoyo donde avanzo y me entierro.

La losa que me cubra sea tu vientre leve,

la madera tu carne, la bóveda tu ombligo,

la eternidad la orilla.

En ti me precipito como en la inmensidad

de un mediodía claro de sangre submarina,

mientras el delirante hoyo se hunde en el mar,

y el clamor se hace hombre.

Por ti logro en tu centro la libertad del astro.

En ti nos acoplamos como dos eslabones,

tú poseedora y yo. Y así somos cadena:

mortalmente abrazados.

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