PLATERO, de Juan Ramón Jiménez


 I

Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón,

que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos

escarabajos de cristal negro.

Lo dejo suelto y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas

apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: “¿Platero?”, y

viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo

ideal...

Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de

ámbar; los higos morados, con su cristalina gotita de miel...

Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...; pero fuerte y seco por dentro,

como de piedra... Cuando paseo sobre él, los domingos, por las últimas callejas del

pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan

mirándolo:

- Tiene acero...

Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.

III

Juegos del anochecer

Cuando, en el crepúsculo del pueblo, Platero y yo entramos, ateridos, por la

obscuridad morada de la calleja miserable que da al río seco, los niños pobres juegan

a asustarse, fingiéndose mendigos. Uno se echa un saco a la cabeza, otro dice que no

ve, otro se hace el cojo....

Después, en ese brusco cambiar de la infancia, como llevan unos zapatos y un

vestido, y como sus madres, ellas sabrán cómo, les han dado algo de comer, se creen

unos príncipes:

--Mi padre tiene un reloj de plata.

--Y el mío un caballo.

--Y el mío una escopeta.

Reloj que levantará a la madrugada, escopeta que no matará el hambre, caballo que

llevará a la miseria....

El corro, luego. Entre tanta negrura, una niña, con voz débil, hilo de cristal acuoso en

la sombra, canta entonadamente, cual una princesa:

Yo soy laaa viudiiitaa

Del Conde de Oré....

... ¡Sí, sí! ¡Cantad, soñad, niños pobres! Pronto, al amanecer vuestra adolescencia, la

primavera os asustará, como un mendigo, enmascarada de invierno.

--Vamos, Platero....

IV

El eclipse

Nos metimos las manos en los bolsillos, sin querer, y la frente sintió el fino aleteo de

la sombra fresca, igual que cuando se entra en un pinar espeso. Las gallinas se fueron

recogiendo en su escalera amparada, una a una. Alrededor, el campo enlutó su verde,

cual si el velo morado del altar mayor lo cobijase. Se vio, blanco, el mar lejano, y

algunas estrellas lucieron, pálidas. ¡Cómo iban trocando blancura las azoteas! Los

que estábamos en ellas nos gritábamos cosas de ingenio mejor o peor, pequeños y

oscuros en aquel silencio reducido del eclipse.

Mirábamos el sol con todo: con los gemelos de teatro, con el anteojo de larga vista,

con una botella, con un cristal ahumado; y desde todas partes: desde el mirador, desde

la escalera del corral, desde la ventana del granero, desde la cancela del patio, por sus

cristales granas y azules...

Al ocultarse el sol que, un momento antes, todo lo hacía dos, tres, cien veces más

grande y mejor con sus complicaciones de luz y oro, todo, sin la transición larga del

crepúsculo, lo dejaba solo y pobre, como si hubiera cambiado onzas primero y luego

plata por cobre. Era el pueblo como un perro chico, mohoso y ya sin cambio. ¡Qué

tristes y qué pequeñas las calles, las plazas, las torre, los caminos de los montes!

Platero parecía, allá en el corral, un burro menos verdadero, diferente y recortado;

otro burro...

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