LA SANDALIA DE EMPÉDOCLES, de Bertolt Brecht



 1

Cuando Empédocles de Agrigento

hubo logrado los honores de sus conciudadanos

-y los achaques de la vejez-,

decidió morir. Pero como

amaba a algunos y era correspondido por ellos,

no quiso anularse en su presencia, sino que prefirió

entrar en la Nada.

Los invitó a una excursión. Pero no a todos:

se olvidó de algunos

para que la iniciativa

pareciera casual.

Subieron al Etna.

El esfuerzo de la ascensión

les imponía el silencio. Nadie dijo

palabras sabias. Ya arriba,

respiraron profundamente para recuperar el pulso normal,

gozando del panorama, alegres de haber llegado a la meta.

Sin que lo advirtieran, el maestro los dejó.

Al empezar a hablar de nuevo, no notaron

nada todavía; pero, a poco,

echaron de menos, aquí y allá, una palabra, y le buscaron

por los alrededores.

Él caminaba ya por la cumbre

sin apresurarse. Sólo una vez

se detuvo: oyó

a lo lejos, al otro lado de la cima,

cómo la conversación se reanudaba. Ya no entendía

las palabras aisladas: había empezado la muerte.

Cuando estuvo ante el cráter

volvió la cabeza, no queriendo saber lo que iba a seguir,

pues ya no le atañía a él; lentamente, el anciano se inclinó,

se quitó con cuidado una sandalia y, sonriendo,

la arrojó unos pasos atrás, de modo

que no la encontraran demasiado pronto, sino en el

momento justo,

es decir, antes de que se pudriera. Entonces

avanzó hacia el cráter. Cuando sus amigos

regresaron sin él, tras haberle buscado,

a lo largo de semanas y meses, poco a poco, fue creándose

su desaparición, tal como él había deseado. Algunos

le esperaban todavía, otros

buscaban ya explicaciones. Lentamente, como se alejan

en el cielo las nubes, inmutables, cada vez más pequeñas,

sin embargo,

sin dejar de moverse cuando no se las mira y ya lejanas

al mirarlas de nuevo, acaso confundidas con otras,

así fue él alejándose suavemente de la costumbre.

Y fue naciendo el rumor

de que no había muerto, puesto que, se decía, no era mortal.

Le envolvía el misterio. Se llegó a creer

que existía algo fuera de lo terrenal, que el curso de las cosas

humanas

puede alterarse para un hombre. Tales eran las habladurías

que surgían.

Mas se encontró por entonces su sandalia, su sandalia de

cuero,

palpable, usada, terrena. Había sido legada a aquellos

que cuando no ven, en seguida empiezan a creer.

El fin de su vida

volvió a ser natural. Había muerto como todos los hombres.

2

Describen otros lo ocurrido

de forma diferente. Según ellos, Empédocles

quiso realmente asegurarse honores divinos;

con una misteriosa desaparición, arrojándose

de modo astuto y sin testigos en el Etna, intentó crear la

leyenda

de que él no era de especie humana, de que no estaba

sometido

a las leyes de la destrucción; pero, entonces,

su sandalia le gastó la broma de caer en manos de sus

semejantes.

(Algunos afirman, incluso, que el mismo cráter, enojado

ante semejante propósito, escupió sencillamente la sandalia

de aquel degenerado bastardo.) Pero nosotros preferimos

creer

que si realmente no se quitó la sandalia, lo que debió ocurrir

es

que se olvidaría de nuestra estupidez, sin pensar que

nosotros

en seguida nos apresuramos a oscurecer aún más lo oscuro

y antes que buscar una razón suficiente, creemos en lo

absurdo. Y la montaña, entonces

-aunque no indignada por aquel olvido ni creyendo

que Empédocles hubiera querido engañarnos para alcanzar

honores divinos

(pues la montaña ni tiene creencias ni se ocupa de nosotros),

pero sí escupiendo fuego como siempre-, nos arrojó

la sandalia, y de esta forma sus discípulos

-que ya estarían muy ocupados husmeando algún gran

misterio,

desarrollando alguna profunda metafísicase

encontraron, de repente, consternados, con la sandalia del

maestro entre las manos;

una sandalia de cuero, palpable, usada, terrena.

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