LA CITA, de Carilda Oliver Labra


I

Sin mi parco vestido de ceniza,

sin mis ojos de nunca, sin la rota

gravedad de violeta que me triza,

sin mi tedio romántico de gota;

con el hambre y la sed, con una lanza

de sostenido fuego diminuto,

con una blusa nueva, con un fruto,

con la misma paloma que ahora danza.

Ignorante de qué, cómo ni cuándo,

vine a la cita del amor cantando;

y relámpago fiel, astro viajero,

bajo la noche estática y brillante,

iluminando todo el paradero

como un destino apareció mi amante.

II

La noche entonces de la pura cita

esplendió con un brote de jardines.

Sentí alondras audaces y violines

como si fuese pobre o señorita.

Estudiante del ácido, mal dueña

de un sentimiento ilustre asesinado

temí que aquel dolor traspapelado

viniera a tropezar esto que sueña.

Ah, pero no: la vida es una cosa

tan llena de salud maravillosa,

es un regalo de placer tan fiero,

es un juego tan útil, tan demente,

que ya he vuelto a creer absurdamente

porque dijiste nada más: te quiero.

III

Noche para dejarla en testamento:

cuando agonice quedaré hasta bella

si en el fatal y último momento

me acuerdo de su sombra con estrella.

Noche de hacer el cielo con la mano,

noche de dos que viven de repente.

(Bailaron las estatuas en su fuente

y hasta diciembre se volvió verano.)

Cuando le rememoro el luto sobra,

noche oh, noche en que perdí mi dama.

Como resucitado que recobra

el pálido reír bajo una llama

así mi corazón se hizo tu obra

la noche de inmortales en la cama.

IV

Madrugada, silencio, amanecía

un desfallecimiento por el cuarto.

Hora de insomnio azul, hora en que parto

hacia mi natural melancolía.

Yo no quise dormir porque se enfría

esta mirada si de ti la aparto.

Yo no quiero dormir... Hubo armonía

hasta en la simple muerte del lagarto.

Tuve esas tibias, hondas soledades

que me cayeron como tempestades

cuando te vi, esclavo pero dueño,

conmovedora ola derrotada.

Yo no quise dormir de madrugada

para no terminarte con mi sueño.

V

El alba iba creciendo poco a poco

fundándote poder, halo, hermosura.

(No sé qué interminable quemadura

se me vuelve la carne donde toco.)

Sigues siendo el milagro. Si te evoco

rompe a cantar mi propia sepultura.

Llegan manzanas de perfume loco

y se alza la tierra en nube pura.

Despertaste... vi luz... con una rosa

me confundió su magia prodigiosa

y volamos al cielo sin vestidos.

Despertaste... vi luz. ¡Pero qué suerte

si hubiéramos pasado así la muerte

como dos malos ángeles unidos!

VI

Las tres en punto. Declaró el jilguero

una especie de música en la casa.

(Hay un dolor perenne que retrasa

el alma hacia su instante verdadero.)

Apenas todo te perdí en la frente,

como una piedra se cayó mi vida.

Era mucho tal vez: sueño, partida;

nunca jamás, ayer resplandeciente.

Quédate como fuiste en mi memoria

cuando la tarde nos sirvió de gloria

y trajo esta ilusión que me emborracha.

Las tres en punto: eternidad. Afuera

tuvo sol de repente la palmera;

adentro fue feliz una muchacha.

VII

¡Pero qué pronto se acabó el encierro

en la inefable historia de arrebato!

(Jugamos al me muero y al te mato,

a la magnolia que enternece al hierro.)

Sonó el minuto malo del destierro,

me despedí de tu café, del gato;

me puse la tristeza y un zapato

y en todo el aire prosperó mi entierro.

Recuerdo, esposo, que al abrir la reja

me he marchitado como luna vieja.

Y hubo tanto pavor en nuestra calle,

tanto derrumbe en las aceras lacias,

tanto drama cayendo de mi talle,

que simplemente me dijiste: gracias.

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