TODOS LOS ELEGÍACOS SON UNOS CANALLAS, de Gonzalo Rojas

 


Acabo de matar a una mujer

después de haber dormido con ella una semana,

después de haberla amado con locura

desde el pelo a las uñas, después de haber comido

su cuerpo y su alma, con mi cuerpo hambriento.

Aún la alcoba está llena de sus gritos,

y de sus gritos salen todavía sus ojos.

Aún está blanca y muda con los ojos abiertos,

hundida en su mudez y en su blancura,

después de la faena y la fatiga.

Son siete días con sus siete noches

los que estuvimos juntos en un enorme beso,

sin comer, sin beber, fuera del Mundo,

haciendo de esta cama de hotel un remolino

en el que naufragábamos.

Al momento de hundimos, todo era como un sol

del que nosotros fuimos solamente dos rayos,

porque no hay otro sol que el fuego convulsivo

del orgasmo sin fin, en que se quema

seminal el aroma.

Eramos dos partículas de la corriente libre.

Con el oído puesto bajo ella, despertábamos

a otro sol más terrible, pero imperecedero,

a un sol alimentado con la muerte del hombre,

y en ese sol ardíamos.

Al salir del infierno, la mujer se moría

por volver al infierno. Me acuerdo que lloraba

de sed, y me pedía que la matara pronto.

Me acuerdo de su cuerpo duro y enrojecido,

como en la playa, el beso del aire caluroso.

Ya no hay deseo en ella que no se haya cumplido.

Al verla así, me acuerdo de su risa preciosa,

de sus piernas flexibles, de su honda mordedura,

y aún la veo sangrienta entre las sábanas,

teatro de nuestra guerra.

¿Qué haré con su belleza convertida en cadáver?

¿La arrojaré por el balcón, después

de reducirla a polvo?

¿La enterraré después? ¿La dejaré a mi lado

como triste recuerdo?

No. Nunca lloraré sobre ningún recuerdo,

porque todo recuerdo es un difunto

que nos persigue hasta la muerte.

Me acostaré con ella. La enterraré conmigo.

Despertaré con ella.

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