Estábamos acorralados pero libres, Vivíamos solos, pero vivíamos del amor y nos arrastrábamos entre las piedras pero siempre estábamos en el aire.
Buscábamos la luna en pleno día
y el sol a medianoche, buscábamos la caridad
en los burdeles
y, claro, nunca encontramos nada pero
gozábamos como locos.
Una noche, eufórico, le dije:
Si no quieres naufragar, pequeña, aléjate de
mí porque a mi lado
estarás siempre atada, encadenada al goce porque yo
soy el que goza con el goce ajeno.
Estar a mi lado es encerrarse para siempre en ese
tiempo donde la mujer puede arrasar el pasado,
desterrar los recuerdos y comenzar la nueva historia
del amor.
Ella, corriendo todo el día por la calle buscando
algún trabajo, un falso amor y yo, plantando
legumbres y lechugas en el patio de nuestro piso
céntrico,
la espero, hago como que la espero y escribo, la espero,
hago como que la espero y pinto,
la espero, hago como que la espero y retoco algunas
fotografías del pasado lejano o cercano, para que todo mi
pasado, también el día de ayer, alcance la belleza de la luz, del
color, de la poesía, de este porvenir radiante que aún no he
vivido pero que puedo sentir cuando lo escribo,
cuando con algún color desesperado mancho, para
siempre, la pureza del negro.
Me gustaría dejar de jugar hoy para
seguir jugando siempre.
A veces, toda la vida es eso, le dije.
Me gustaría adelgazar
para poder seguir comiendo
o trabajar de noche para no soñar
o emborracharme todo el día para mirar mi
sexo y verlo doble y a ella, esta vez, no la
besaría, la arrastraría de los cabellos
tal cual un hombre primitivo
hacia las orillas de un poema
y la arrojaría a ese vacío de luz, a ese
abismo insondable
donde la palabra tiene de
la magia todo el poder.
No éramos, exactamente, un hombre y una mujer. Yo de ella lo
sabía todo.
Ella de mí no sabía nada.
Cuando yo le hablaba en voz alta
de mi propia inteligencia o de mi amor, ella no
entendía nada pero me amaba. Un día se lo dije
con valentía:
¿Qué puedes amar de mí, si nada conoces? Eso, me
dijo ella, de ti amo el misterio,
lo que prefiero no conocer
para que la fantasía de mis sueños sea la
realidad de nuestro amor.
Con esos pensamientos, a veces, la atropello
conduciendo un camión alrededor de la mesa
del comedor y ella no se da cuenta de nada.
Tornados, dice, terremotos
y ahí, en medio del mundo cayéndose, los dos
solos, abrazados uno al otro, resistimos la
inclemencia del tiempo.
A mí me pasa que, como la conozco tanto, me da
vergüenza dominarla con mi saber pero debo confesar
que me divierte
verla saltar de alegría o llorar hondamente cuando le
digo así o de aquella otra manera que, directamente, la
enloquece.
Ella cierra los ojos y me escucha
y ese es nuestro amor, nuestro poder.
Buscábamos la luna en pleno día
y el sol a medianoche, buscábamos la caridad
en los burdeles
y, claro, nunca encontramos nada pero
gozábamos como locos.
Una noche, eufórico, le dije:
Si no quieres naufragar, pequeña, aléjate de
mí porque a mi lado
estarás siempre atada, encadenada al goce porque yo
soy el que goza con el goce ajeno.
Estar a mi lado es encerrarse para siempre en ese
tiempo donde la mujer puede arrasar el pasado,
desterrar los recuerdos y comenzar la nueva historia
del amor.
Ella, corriendo todo el día por la calle buscando
algún trabajo, un falso amor y yo, plantando
legumbres y lechugas en el patio de nuestro piso
céntrico,
la espero, hago como que la espero y escribo, la espero,
hago como que la espero y pinto,
la espero, hago como que la espero y retoco algunas
fotografías del pasado lejano o cercano, para que todo mi
pasado, también el día de ayer, alcance la belleza de la luz, del
color, de la poesía, de este porvenir radiante que aún no he
vivido pero que puedo sentir cuando lo escribo,
cuando con algún color desesperado mancho, para
siempre, la pureza del negro.
Me gustaría dejar de jugar hoy para
seguir jugando siempre.
A veces, toda la vida es eso, le dije.
Me gustaría adelgazar
para poder seguir comiendo
o trabajar de noche para no soñar
o emborracharme todo el día para mirar mi
sexo y verlo doble y a ella, esta vez, no la
besaría, la arrastraría de los cabellos
tal cual un hombre primitivo
hacia las orillas de un poema
y la arrojaría a ese vacío de luz, a ese
abismo insondable
donde la palabra tiene de
la magia todo el poder.
No éramos, exactamente, un hombre y una mujer. Yo de ella lo
sabía todo.
Ella de mí no sabía nada.
Cuando yo le hablaba en voz alta
de mi propia inteligencia o de mi amor, ella no
entendía nada pero me amaba. Un día se lo dije
con valentía:
¿Qué puedes amar de mí, si nada conoces? Eso, me
dijo ella, de ti amo el misterio,
lo que prefiero no conocer
para que la fantasía de mis sueños sea la
realidad de nuestro amor.
Con esos pensamientos, a veces, la atropello
conduciendo un camión alrededor de la mesa
del comedor y ella no se da cuenta de nada.
Tornados, dice, terremotos
y ahí, en medio del mundo cayéndose, los dos
solos, abrazados uno al otro, resistimos la
inclemencia del tiempo.
A mí me pasa que, como la conozco tanto, me da
vergüenza dominarla con mi saber pero debo confesar
que me divierte
verla saltar de alegría o llorar hondamente cuando le
digo así o de aquella otra manera que, directamente, la
enloquece.
Ella cierra los ojos y me escucha
y ese es nuestro amor, nuestro poder.
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