Ha llegado por fin el instante en que, delante de los espejos que cubren las paredes exteriores de la casa en que has dejado para siempre a la amada despeinada, enarboles en la cima de una acacia prematuramente florecida tu bandera negra. Cortante se oye la fanfarria del regimiento de ciegos, el único que te sigue siendo fiel, te pones la careta, prendes el encaje negro en las mangas de tu traje de ceniza, subes al árbol, los pliegues de la bandera te envuelven, comienza el vuelo. No, nadie ha sabido aletear como tú alrededor de esta casa. Ha anochecido, estás flotando boca arriba, los espejos de la casa se inclinan sin tregua para recoger tu sombra, las estrellas caen y te desgarran la careta, los ojos se revierten hacia tu corazón en el que el sicómoro ha encendido sus hojas, las estrellas también descienden todas, hasta la última, un pájaro más pequeño, la muerte, gravita a tu alrededor mientras tu boca soñadora pronuncia tu nombre.

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