HE LLEGADO POR FIN, VINE A INSTALARME, de María Chévez





Navegando en antiguas maderas fue costoso llegar y sin embargo los nativos
no tienen ceremonias para el primer encuentro.
Sola en el inicio, participaba únicamente de cálidos festines.
La caza de la corsa rosada estaba prohibida para mí. Una vez atrapadas,
los nativos las dejan crecer como pirámides en el centro de la isla.
Salí a cazar con ellos y sus tiernas sonrisas cuando mi piel tomó los colores
del sol.
Afrotiki la isla solitaria habitada por duendes y calandrias.
Suelen pasar
por mi ventana misteriosas garzas y perfuman de azul mi cuerpo en el
escándalo de la soledad.
Amo a los que están lejos.
Debo confesar
-que especialmente en las mañanas cuando todo está quieto,
cuando el mar no se distingue bien, brillante y esfumado por la neblina
cuando el viento deja de soplar-
detenida, sin poder volver, tengo miedo.
Acuden los recuerdos saturados de olor a naftalina. El moho verde y las
bacterias terminan destruyendo la memoria.
No solo temo los recuerdos, temo también aquel deseo inagotable, corales y amatistas donde mi cuerpo y mi alma separan sus destinos.
Una cara y un libro antes de partir. En realidad huía. Mi peregrinaje
no podía esperar. Almas gemelas esperaban con los brazos abiertos mi
llegada, con los brazos abiertos mi locura.
Y si en la soledad extravío el contorno de mi cuerpo
no me escondan como la opa triste en el fondo de la casa.
Hagan conmigo un cerco de magnolias.
Ellos antes de partir, besaron mis ojos.
Leo los libros que escribieron mis amigos y el asombro de los nativos dora
mi piel.
Entre mi piel y los nativos se interponen viejas costumbres y las
nostalgias.
Olga.
El nuevo nombre que me dieron es el lugar donde no puedo recordar
mi sexo.
En él habita la belleza.
Vivo lejos del mar, un mar magnético, íntimo, grandioso, obstinado por
las noches. Mandrágoras y rododendros crecen en sus orillas que no podré
alcanzar hasta que los reflejos ambarinos propios del lugar habiten mis
ojos.
Pienso en tus palabras, no extraño tu voz. Los nativos saben del tono
de tu voz y me han regalado para demostrarme su poder una pantera de nácar
y violencia para que acompañe mis mañanas.
Vivo con el jíbaro de los ojos azules, desconoce el límite de su nombre
él es nosotros
enhebra pacientemente collares de cabezas.
Una tarde despacio me acerqué a sus labios para sentir el frío de su hacha
Sobre mi nuca.
Retrocedí de espanto, el arma estaba fija en su corazón.
Gesto de vidrio solamente entre nosotros. Ya no habla.
Recuerdo algunas noches en mi ciudad. La vieja que cocinaba junto a mí
mermelada de frutillas.
Dos niños vagan por la playa. Sus pieles platinadas y en sus ojos, los deseados
reflejos ambarinos. Se quedarán conmigo, cambiarán mi mirada.
Crecen las alas de la pantera nacarada a causa del amor.
Pronto alcanzaré las orillas del mar.
Hoy salí a cazar la corsa rosada con los nativos.
Sé que estoy en el final.
Mojé mi cuerpo en el mar. Grandiosa, helada, la playa de la cual había
partido, frente a mis ojos, los sótanos esperan, una vidriera me devuelve
el destello ambarino en la mirada. Estoy libre, soy, quién lo duda, uno
de los extranjeros nativos.
Vuelvo a la isla porque de la isla no he podido partir.

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