CORRIDA, de Jacques Roumain





El polvo de oro de la arena, la vida inmóvil de las flores en
los chales. Las mantillas evocadoras de claustro o de harem.
Las naranjas y los chistes que vuelan. El gesto romano del
que alquila cojines.
Pasión, pasión que desencadena en los brazos de la multitud
resortes bruscos. Círculo mágico de la arena y tú, oh
Armillita, el centro adonde todo viene a irradiar y desde
el que todo irradia.
¡Toda esta vida para ti solo, oh indiecito!
La muerte se planta delante de ti con cuernos puntiagudos.
Tus brazos prolongados por las banderillas, avanzas; eres un
joven dios azteca alimentado de sol, y del corazón de los
vencidos.
Ahora corres, corres hacia la muerte de ojos rojos y la
encuentras, y la tocas y la vences con el desencadenar de
tus jóvenes caderas.
—¡Bendito sea el vientre de la mujer que te llevó!–
Sobre la arena la sangre riega banderitas españolas púrpura
y oro; pero tú vas pisando las banderas y subes una escalera
invisible por encima de la multitud, por encima de las manos
entusiastas, por encima de las mujeres desmayadas, con
una sonrisa ambigua en las comisuras de los labios.
Luego la muleta roja en tus manos morenas, caminas de
nuevo a la muerte, te ofreces a ella, le imploras con tu pie
y ella acude negra y poderosa.
Entonces tú la rodeas, la provocas, te apartas, regresas a ella,
hasta que ella pierde el aliento y baja la cerviz.
El instante grave, el minuto supremo que fija los gestos.
Los corazones pesan pesados, pesados y sin embargo suben
a la garganta.
¡Oh Sacrificador, golpea!
¡Relámpago! ¡Choque!
El monstruo vacila, sacude con todo el resto de vida la
muerte que lo invade. Cae, se levanta sobre las rodillas, cae.
Oh noble muerte, encontrada en la lucha noble y leal.
Palomas palpitan de repente en todas las manos.
Entonces tú, Armillita el azteca, presentas con el gesto hierático
del sacerdote de Huitzilopochtli la oreja de la víctima a la
adoración de la multitud española.

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