Escucha, las campanillas del heno tintinean mientras la carreta
se balancea sobre las llantas de goma por el alquitrán
y el hielo rociado con ceniza bajo el molino de cáñamo
y el canal de los sábalos. Los bueyes se babean y se asustan
estúpidamente ante los guardabarros de un automóvil,
y se mueven pesados y macizos por la colina de San Pedro.
Estos son los no contaminados por mujer, su dolor
no es el dolor de este mundo:
el Rey Herodes gritando venganza junto a las retorcidas
rodillas de Jesús agarrotadas en el aire,
un rey de idiotas mudos y de infantes. El mundo
es aún más Herodes que Herodes; y el año
mil novecientos cuarenta y cinco de gracia
fatigosamente sube con pérdidas la colina de escorias
de nuestra purificación; y los bueyes se acercan
a los gastados cimientos de su refugio,
el santo pesebre donde su lecho es maíz
y desgarbados acebos para Navidad. ¿Si ellos mueren
como Jesús, en el yugo, quién los llorará?
¡Cordero de los pastores, Niño, qué inmóvil yaces!
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