Me hace señas con una pregunta.
Está perdido. Le creo. Parece
que pronuncia mi nombre. Me
acerco. Vuelve a decirlo, el nombre
de alguien que ama. Retrocedo fingiendo
no escuchar. Sospecho
que la calle que busca
no existe, pero me alegro de señalar
lejos de mí. Mientras se vuelve
me quito el reloj, y así dejo un rastro
para los que deban encontrarme
volcada como un coche abandonado
en el barranco. Yazgo
sin aliento durante días, entre helechos.
Agujas de pino se amontonan
sobre mi cara y mi pecho
como manecillas
de reloj. Pasan los coches.
Imagino que es él
de regreso. Mi muerte
no es necesaria. El sol vuelve a subir
para todos. Me levanta
como a una novia
y de los hombros me caen las hojas
en billetes de veinte dólares.
“Has debido pasar frío— dice
cubriéndome con su pañuelo—.
Has debido darme por perdido”.
Habiendo perdido el futuro con él
Habiendo perdido el futuro con él,
estoy dispuesta a amar a quienes
no me ofrezcan futuro – la forma
que tiene el corazón de extraviarse
en el tiempo -. Él me lo dio todo, hasta
el último y jaspeado instante, pero no como un exceso,
sino como si un propósito oculto fuese
una fuente junto al camino
a la que pudiera acercar mis labios y saciarme
de recuerdos. Ahora el amor en una habitación
puede hacer que me pierda con suma facilidad,
como una niña que hubiese de volver deprisa a casa
ya de noche, y tuviera miedo de
encontrarla vacía. O sólo miedo.
Dime otra vez que esto sólo va a durar
lo que dure. Quiero ser
frágil y verdadera, como quien prolonga
el momento con su muerte intacta,
con su corazón, demasiado sabio,
limpio de los desechos que llamamos esperanza.
Sólo entonces podré volver a visitar al último superviviente
y saber, con la alborotada exactitud
de una ventana rota, lo que quería decir,
con todo el tiempo ido,
cuando decía: «Te quiero».
Y ahora ofréceme de nuevo
lo que pensabas que no era nada.
Está perdido. Le creo. Parece
que pronuncia mi nombre. Me
acerco. Vuelve a decirlo, el nombre
de alguien que ama. Retrocedo fingiendo
no escuchar. Sospecho
que la calle que busca
no existe, pero me alegro de señalar
lejos de mí. Mientras se vuelve
me quito el reloj, y así dejo un rastro
para los que deban encontrarme
volcada como un coche abandonado
en el barranco. Yazgo
sin aliento durante días, entre helechos.
Agujas de pino se amontonan
sobre mi cara y mi pecho
como manecillas
de reloj. Pasan los coches.
Imagino que es él
de regreso. Mi muerte
no es necesaria. El sol vuelve a subir
para todos. Me levanta
como a una novia
y de los hombros me caen las hojas
en billetes de veinte dólares.
“Has debido pasar frío— dice
cubriéndome con su pañuelo—.
Has debido darme por perdido”.
Habiendo perdido el futuro con él
Habiendo perdido el futuro con él,
estoy dispuesta a amar a quienes
no me ofrezcan futuro – la forma
que tiene el corazón de extraviarse
en el tiempo -. Él me lo dio todo, hasta
el último y jaspeado instante, pero no como un exceso,
sino como si un propósito oculto fuese
una fuente junto al camino
a la que pudiera acercar mis labios y saciarme
de recuerdos. Ahora el amor en una habitación
puede hacer que me pierda con suma facilidad,
como una niña que hubiese de volver deprisa a casa
ya de noche, y tuviera miedo de
encontrarla vacía. O sólo miedo.
Dime otra vez que esto sólo va a durar
lo que dure. Quiero ser
frágil y verdadera, como quien prolonga
el momento con su muerte intacta,
con su corazón, demasiado sabio,
limpio de los desechos que llamamos esperanza.
Sólo entonces podré volver a visitar al último superviviente
y saber, con la alborotada exactitud
de una ventana rota, lo que quería decir,
con todo el tiempo ido,
cuando decía: «Te quiero».
Y ahora ofréceme de nuevo
lo que pensabas que no era nada.
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