A partir de una carta
Tengo un oficio con un diminuto salario de 80 coronas, y
unas infinitas 8 o 9 horas de trabajo.
Devoro el tiempo fuera de la oficina como una bestia salvaje.
Algún día espero sentarme en una silla en otro país,
frente a una ventana con vistas a campos de caña de azúcar
o cementerios mahometanos.
No me quejo tanto del trabajo como de
la lentitud del tiempo cenagoso. ¡Las horas de trabajo
no pueden dividirse! Siento la presión
de las ocho o nueve horas enteras incluso en la última
media hora del día. Es como un trayecto en tren
que durara noche y día. Al final te sientes completamente
abrumado. Ya no piensas en la tensión
del motor, o en las colinas o
los campos llanos, sino que atribuyes todo lo que ocurre
sólo a tu reloj. El reloj que sostienes todo el tiempo
en la palma de la mano. Y que sacudes. Y que te llevas,
incrédulo, lentamente a la oreja.
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