Tres noches yaciste en casa.
Tres noches con escalofríos en el cuerpo.
¿Quería demostrar lo muy atrás
que me había quedado? En la espesa oscuridad del cuarto,
me metí en la cama, a tu lado; la cama
en la que nos habíamos amado y habíamos dormido, casados
y sin casar.
Te rodeaba un halo de frío,
como si los mensajes del cuerpo se oyesen mejor
con la muerte. Mi propio calor adquiría la blancura plateada
de una voz entera arrojada a la nieve, para oírse:
para oír la nitidez de su reclamo. Permanecimos muertos,
un poco, el uno junto al otro, serenos
y a flote, en el vasto y extraño manto
del mundo abandonado.
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