Aquella sucesión de avisos sacudió junio
como si se preparara octubre en las manzanas más duras.
Una semana de finales de julio, en el hospital, nos cogimos
las manos por entre los barrotes de su cama. El sueño
tendió un dosel sobre nosotros, y me pareció oír
su persistente rumor en el sueño compañero
de lo que debe de haber sido nuestro dios beduino; y ahora,
cuando la amapola declina, sé que ha de posar desnuda
su funda negra, poblada de semillas,
en el pináculo de la muerte.
Mis ponis peludos oyeron el leve flamear de la seda,
pero siguieron pastando en la ladera; sus banderas con oraciones
rasgaban el vacío, cuyo fresco flujo blanquiazul
escrutábamos. Al espantarse las moscas,
difundían por el aire la suave e inconsciente alabanza
de las campanillas atadas a sus crines. Mi vida
simplificada en «para él», y la suya, adelgazada como una inyección
que se agotase, de forma que lo real cediera a favor
de lo preterreal, la abundancia carmínea de cada
momento, un mazo de pétalos rojos
arrancados del tallo, y ni rastro del gorro
negro de húsar en el centro. Para entonces, su respiración
se fue debilitando, tan paulatinamente que tuve que acercarme
a sus labios para conocer
el final. Y saboreé aquella felpa escarlata
que reunía su último calor, el beso sin beso
que me habría dado.
Me correspondía extender el derecho del amante
más allá de su radio, dar y también, aún más necesario,
valiente húsar mío, inclinarme y tomar.
como si se preparara octubre en las manzanas más duras.
Una semana de finales de julio, en el hospital, nos cogimos
las manos por entre los barrotes de su cama. El sueño
tendió un dosel sobre nosotros, y me pareció oír
su persistente rumor en el sueño compañero
de lo que debe de haber sido nuestro dios beduino; y ahora,
cuando la amapola declina, sé que ha de posar desnuda
su funda negra, poblada de semillas,
en el pináculo de la muerte.
Mis ponis peludos oyeron el leve flamear de la seda,
pero siguieron pastando en la ladera; sus banderas con oraciones
rasgaban el vacío, cuyo fresco flujo blanquiazul
escrutábamos. Al espantarse las moscas,
difundían por el aire la suave e inconsciente alabanza
de las campanillas atadas a sus crines. Mi vida
simplificada en «para él», y la suya, adelgazada como una inyección
que se agotase, de forma que lo real cediera a favor
de lo preterreal, la abundancia carmínea de cada
momento, un mazo de pétalos rojos
arrancados del tallo, y ni rastro del gorro
negro de húsar en el centro. Para entonces, su respiración
se fue debilitando, tan paulatinamente que tuve que acercarme
a sus labios para conocer
el final. Y saboreé aquella felpa escarlata
que reunía su último calor, el beso sin beso
que me habría dado.
Me correspondía extender el derecho del amante
más allá de su radio, dar y también, aún más necesario,
valiente húsar mío, inclinarme y tomar.
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