¡Oh, ilustre señora!, ¿cómo puede estar bien esta ventana abierta a la noche? El aire travieso, desde la cima de los árboles, pasa riendo a través de la reja. Aires incorpóreos, revoltoso brujo, entran y salen de tu aposento revoloteando, y mueve el dosel de las cortinas tan caprichosamente -tan temerariamente- por encima de la cercana y orlada cobertura bajo la cual tu alma adormecida reposa escondida, que, sobre el suelo y por las paredes abajo, ¡como fantasmas las sombras suben y bajan! ¡Oh, querida señora!, ¿no tienes miedo? ¿Por qué y qué estás tú soñando aquí? ¡Seguro que vienes de allende lejanos mares, atraída por este jardín! ¡Extraña es tu palidez! ¡Extraño tu vestido! ¡Extraña, sobre todo, la longitud de tu trenza, todo ese silencio solemne! | |
¡La señora duerme! ¡Oh, que pueda su dormir que permanece, ser tan profundo que el cielo la tenga bajo su sagrada protección! Este aposento se preparó para otra más santa, esta cama para otra más melancólica. ¡Rezo a Dios para que repose con los ojos cerrados para siempre, mientras los pálidos amortajados fantasmas pasan! | |
¡El amor mío duerme! ¡Oh, que pueda ella dormir, tan profundamente como largo sea tu sueño! ¡Que los gusanos se deslicen hacia ella suavemente! En lo profundo del bosque, oscuro y viejo puede aparecer algún alto cofre para ella, algún cofre que se abra frecuentemente su negra tapa como unas alas, triunfantes, sobre los pináculos de los palios, de los grandiosos funerales de su familia -algún sepulcro, remoto, solitario, contra cuya tapa ella ha tirado muchas piedras distraídas en su niñez-. Alguna tumba de cuya chirriante puerta ella no pueda forzar nunca más un eco, temblando al pensar, ¡pobre niña de pecado!, que eran los muertos que gemían dentro. |
Comentarios
Publicar un comentario