LA QUE VA Y NO VUELVE, de Norma Menassa


Me vi alejar en un barco lleno de pasajeros,
la mano en alto, el pañuelo agitándose en el viento,
la dársena que ahora ya no existe
porque existen los viajes trasmundanos.
Me vi de espaldas, corriendo, mostrando mi apariencia,
sin ropas, sin sumisión al mando,
todo era pobre
como la pobre niña de hoy en la plaza
pidiendo con los ojos grises
por la bruma de otros mares.
Me vi fuera del mundo mirado las estrellas,
envuelta en un suceso extraordinario,
flotando en el espacio sin puertas, ni calles,
pasándome la mano por el pelo,
alejando hechizos de esperanzas.

Crucé un bosque imaginario sin luz que lo alumbrase,
solo el reflejo de los ojos del búho
que me saludaba sin decir palabra.
Me vi quedándome a oscuras,
mis pasos retumbando siempre en el mismo lugar,
agotada la lágrima que ya no llora nada,
dejándome engañar por promesas incumplidas,
barridas como escombro, por el resplandor apaciguado de los años.

Desnuda, en el centro de la noche, se fueron los lugares
y tuve que buscarme en el latido de una pasión
desventurada, mi risa de extranjera atropelló
palabras que dijeron de un viaje no cifrable,
sin partidas ni regresos y todo lo perdido no quiso regresar,
ni pidió el consuelo de ninguna ceremonia,
solo reverberó en mi corazón para partir de nuevo.

La manzana mordida y el furor donde arde la locura
me convencieron que ningún viaje termina
en el espacio finito de lo orgánico
y este universo mío aceptó la apuesta
perdida en la aventura.

Alguien dejó en el tapete, como al pasar,
imágenes de olvido, único testimonio de existencia.

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