Fuera es invierno, pero en el cuarto con cortinas
hermosamente caldeado por un fuego ondulante
y separado por persianas y postigos de la fea calle
una mujer está sentada – con las manos se agarra las rodillas
y se inclina hacia delante… Sobre su cabello suelto
la luz del fuego teje una red de reluciente oro
sella su boca pálida con besos apasionados
envuelve su cuerpo cansado en un cálido abrazo.
Apoyadas contra el parachispas sus botas empapadas de lluvia
exhalan vapor, y colgados de la cama de hierro están
su abrigo y su falda – su sombrero marchito y embarrado.
Pero ella está feliz, acurrucada junto al fuego
todos sus recuerdos del día sórdido
se convierten en nada, y ella olvida
que fuera, en la calle, la lluvia incesante
embadurna la acera con un lodo marrón y mugriento,
que en la mañana debe empezar de nuevo
y buscar de nuevo lo que no llegará.
No siente la desesperación repugnante
que se cuela en sus huesos durante el día.
En sus ojos hermosos – Dios mío – la luz de los sueños
perdura y resplandece. Y ella, niña de nuevo
ve imágenes en el fuego. Aquellos días lejanos
la casa dispersa, los cuartos frescos y perfumados
los retratos en las paredes, los cuencos de porcelana
llenos de popurrí. En su mecedora
el cojín con su nombre bordado –
Ve de nuevo su cuarto casi sin muebles
la colcha azul decorada con margaritas blancas y doradas
donde ella solía dormir, sin sueños…
Al abrir la ventana, desde el jardín recién segado
el olor tan fragante de la aromática hierba
el lilo que lanza al aire radiante
sus penachos púrpuras. El laurel salvaje
sus flores como manos pálidas entre las hojas
que se estremecen y bambolean. Y, ay, el sol
que la besa devolviéndola a la vida y al calor
Y otra vez es joven, y estira los brazos…
La mujer, acurrucada junto al fuego, se agita inquieta
y suspira un poco, como una niña somnolienta
mientras las cenizas rojas se desmoronan y agrisan.
De pronto, desde la calle, una explosión de sonido
un organillo que da vueltas, tiembla y resuella
La voz borracha, bestial e hiposa de Londres.
hermosamente caldeado por un fuego ondulante
y separado por persianas y postigos de la fea calle
una mujer está sentada – con las manos se agarra las rodillas
y se inclina hacia delante… Sobre su cabello suelto
la luz del fuego teje una red de reluciente oro
sella su boca pálida con besos apasionados
envuelve su cuerpo cansado en un cálido abrazo.
Apoyadas contra el parachispas sus botas empapadas de lluvia
exhalan vapor, y colgados de la cama de hierro están
su abrigo y su falda – su sombrero marchito y embarrado.
Pero ella está feliz, acurrucada junto al fuego
todos sus recuerdos del día sórdido
se convierten en nada, y ella olvida
que fuera, en la calle, la lluvia incesante
embadurna la acera con un lodo marrón y mugriento,
que en la mañana debe empezar de nuevo
y buscar de nuevo lo que no llegará.
No siente la desesperación repugnante
que se cuela en sus huesos durante el día.
En sus ojos hermosos – Dios mío – la luz de los sueños
perdura y resplandece. Y ella, niña de nuevo
ve imágenes en el fuego. Aquellos días lejanos
la casa dispersa, los cuartos frescos y perfumados
los retratos en las paredes, los cuencos de porcelana
llenos de popurrí. En su mecedora
el cojín con su nombre bordado –
Ve de nuevo su cuarto casi sin muebles
la colcha azul decorada con margaritas blancas y doradas
donde ella solía dormir, sin sueños…
Al abrir la ventana, desde el jardín recién segado
el olor tan fragante de la aromática hierba
el lilo que lanza al aire radiante
sus penachos púrpuras. El laurel salvaje
sus flores como manos pálidas entre las hojas
que se estremecen y bambolean. Y, ay, el sol
que la besa devolviéndola a la vida y al calor
Y otra vez es joven, y estira los brazos…
La mujer, acurrucada junto al fuego, se agita inquieta
y suspira un poco, como una niña somnolienta
mientras las cenizas rojas se desmoronan y agrisan.
De pronto, desde la calle, una explosión de sonido
un organillo que da vueltas, tiembla y resuella
La voz borracha, bestial e hiposa de Londres.
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