EL CIELO GRIS Y VIOLETA, de Juan Ramón Jiménez


El cielo gris y violeta
de la tarde fría daba
no sé qué ensueño al jardín
sin amor y sin fragancia.

Yo miré por los cristales,
y las sendas solitarias
y la fuente seca, todo
era más triste que el alma.

Por el cortinaje antiguo
el crepúsculo filtraba
una luz de niebla y sueño
acariciadora y lánguida;

y entre la tristeza que
la tarde daba a la estancia,
bruma, encanto, ronda suave
de cadencias y nostalgias.

Penumbra que no quisimos
iluminar con la lámpara,
tristeza que no quisimos
quitar del aire y del alma;

entre la tristeza que
la tarde daba a la estancia,
ella tenía mis manos
sobre su falda, su falda

donde un ramo de heliotropos
de fino aroma, embriagaba
la penumbra dulce y llena
de visiones encantadas.

Iba muriendo la lumbre,
y ella, enamorada y pálida,
me miraba largamente
a través de las pestañas;

Y su traje blanco, sus
manos divinas y blancas,
lo adivinado, más blanco
que sus manos, se esfumaban

entre la sombra amorosa
llena de tenue fragancia,
y entre la niebla sin luces
de las tristezas lejanas.

Y allí, bajo el traje blanco,
allí, entre la sombra, estaba
su cuerpo, su dulce cuerpo,
defendido por su alma;

todo su encanto, el secreto
de su carne inmaculada,
todo su encanto, escondido
sólo bajo seda blanca…

La luna nueva de otoño
acarició la ventana
y reflejó los cristales
en la alfombra de la estancia.

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