ATARDECER SOBRE UN SOLAR VACÍO, de Vladimir Nabokov




Inspiración, cielo rosado,

casa negra, con tan sólo una ventana,

llameante. ¡Oh, ese cielo

por la ventana llameante embebido!

Desperdicios de solitarias afueras,

pequeño tallo enmarañado y lacrimal,

calavera de felicidad, esbelta, larga,

como el cráneo de un borzoi.**

¿Qué me pasa? Perdido de mí mismo,

derritiéndome en el aire y el ocaso,

farfullando y desmayado casi

sobre la basura al atardecer.

Nunca tuve tantas ganas de llorar.

Aquí está, en lo más hondo de mí.

El deseo de expulsarlo intacto,

velado levemente de humedad, tan trémulo,

jamás había sido en mí tan poderoso.

Sal, mi precioso ser,

agárrate con fuerza a un tallo,

a la ventana, aún celestial,

o a la primera lámpara encendida.

Quizá el mundo está vacío y es brutal;

nada sé —excepto que

vale la pena nacer

por el ser de este tu aliento.


Fue una vez más simple y fácil:

dos rimas, y el cuaderno abría.

¡Qué nebulosamente te tuve que conocer

en mi juventud presuntuosa!

Apoyando los codos en la barandilla

del verso que se deslizaba como un puente,

me figuré en seguida que mi alma

se había empezado a mover, empezado a deslizar,

y que se dejaría llevar hasta las estrellas mismas.

Mas al transcribirlas a la copia en limpio,

privadas de magia al instante,

¡cuán inútilmente unas tras otras

se escondían lastradas las plomizas palabras!


¡Mi joven soledad

en la noche entre inmóviles ramas!

¡El asombro de la noche sobre el río,

que de lleno la refleja;

y florecer de lilas, el pálido amor

de mis números primeros inexpertos,

con esa luz fabulosa de la luna en lo alto!

Y las sendas del parque en medio luto,

y, agrandada por el recuerdo ahora,

mucho más sólida y hermosa hoy,

la vieja casa, y la llama inmortal

de la lámpara de keroseno en la ventana;

y en el sueño los aledaños de la dicha,

una brisa lejana, un aéreo mensajero

penetrando densos bosques con el ruido en aumento,

inclinando una rama al fin:

cuanto parecía haberse llevado el tiempo,

te detienes sin embargo, y de nuevo brilla al través,

pues su párpado no estaba sellado,

y uno ya no puede apartarlo de ti.


Parpadeando mira un ojo llameante,

a través de las negras chimeneas como dedos

de una fábrica, hacia las flores enmarañadas

y una lata abollada.

Por el solar vacío en el polvo oscurecedor

vislumbro un podenco esbelto de blanquísimo pelo.

Me imagino que perdido. Pero en la distancia suena

insistente y cariñoso un silbido.

Y en el crepúsculo viene hacia mí

un hombre, llama. Reconozco

tus enérgicas zancadas. No has cambiado

mucho desde que te vi morir. –— Berlín, 1932


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