¿Por qué construyes en la estación de las lluvias tus estelas de arcilla, oh poeta ilegible, omnipresente y solitario?
Tus manos trabajan en el olvido porque tu dios te prefiere allí.
Esta escritura sería imposible si no hubiese de por medio entre ella y yo (entre ella, sustancia virtual de mi vida, y yo, vida posible en su verdad), si no hubiese entre nosotros este muro de horror que parte en dos el universo y a cuyo través buscamos la rendija de nuestra mutua presencia. Escribo para encontrarla, recorro la infinita piedra a veces con asombrosa velocidad, a veces con inaudita paciencia, tallando, aplicándome, no consiguiendo al fin sino esa destreza que de nada me sirve y que tan curiosa o vituperable resulta a espectadores ajenos a la verdadera razón de mis movimientos. En cuanto a ella, sé que también procura ayudarme. Presiento su calor, el canto de su espera apasionada, que trato como puedo de repetir de este lado, y un solo sonido juntos sería el poema, y un solo sonido juntos sería la muerte...
¿Cómo evadirme de ese designio que me lleva a la mutación y al desastre, arrojándome de un estado de gracia a una sucia habilidad? Absurdos canales de malestar y de indolencia donde los miasmas se rehacen, yo sé que esta criatura es atrapada allí por profesionales de la conciliación, quienes con falsos juramentos la llevan hacia la trampa de la confusión de las lenguas.
Las cesantías de la comunicación, mis cotidianas demoras con el constante movimiento de la exégesis cósmica, me retienen sobre una tierra de saldos y suplicios a lo que no puedo acostumbrarme. Atento demasiado a menudo contra la emoción que debe conducirme. Consagro lecturas excesivas a viejas nóminas de objetos ideales e imagino encontrar indicios de redención allí donde ella está excluida por antonomasia. En estos trabajos, ella me encuentra triste.
Ella inicia en mi ausencia su viaje apasionado, su viaje que enriquece el misterio y dota de precedentes a la eternidad. Corre hacia mí en busca de su confirmación. Yo que seré otra vez esa playa desierta que devuelve y olvida.
«Soy tuya, pero tú no existes». Ante la tristeza de esta alondra, fue preciso inventar la noche.
Y tú, pez volador, ¿cómo escaparás para siempre de este mar de neurosis y de amistades inútiles?
En tu cabeza, una máquina implacable pone en peligro la vida de esa criatura cuya verdadera relación contigo pretende formular. ¿Por qué sospechas que su desaparición ocurrirá con ello? ¿Por qué defiendes ese lugar recóndito de tu inocencia? (¡Oh, enamorado!).
Si accedo a su supresión, ¿tendré, cabeza en blanco, que habitarte de nuevo?
(«Fiesta asesinada, fiesta asesinada». A menudo tropiezas con este rumor.)
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