un poco más. Sus manos, aunque heridas,
las llaves que dan vuelta al porvenir custodian
y hacen girar las ruedas menudas de sus vidas.
Manejan la herramienta ciega de la esperanza.
Apenas sin saberlo, el mañana elaboran.
Lo que crea su esfuerzo su mano no lo alcanza.
Luz desde la tiniebla para otros atesoran.
Sobre su espalda pisa la alegría.
En su carne el rebaño del vivir se alimenta.
El agua más hermosa surtió de su sequía.
La calma más fecunda nació de su tormenta.
Donde hay una conquista, una luz, una hermosa
verdad edificada, hubo un esfuerzo humano.
Vivir en paz la vida es cortar una rosa
que debe su perfume a una doliente mano.
Me duelen esas piedras colgadas como plumas
del aire, igual que alas o que lirios crecidos.
Una ola de llantos traslucen sus espumas.
Siento por los sillares una humedad de olvidos.
Veo los invisibles desfiles de ignorados
héroes, de silenciosos hacedores de historia.
Estoy junto a la lenta masa de los ahogados
por los que sale a flote una victoria.
Estoy junto a los árboles del miedo,
junto al zarzal de prorrumpir oscuro.
Con los que en la tiniebla tantearon me quedo,
con los que levantaron la verdad como un muro.
Lo mejor de la vida no ha costado
más que dolor. Dolor es el asiento
del mundo que ahora crece. El otro lado
de la moneda es el dolor sin cuento.
El eje de la tierra es esa aguja.
Cada felicidad costó una herida.
Todo lo que progresa la lágrima lo empuja.
De pena son las ruedas de la vida.
Quiero aprender a ver en cada cosa
con que gozo o me alegro, el cimiento del luto.
Una gota de sangre hay que se posa
sobre todo lo blanco, como un rojo atributo.
Cada paso adelante, una condena;
cada minuto de alegría, un llanto;
cada sonrisa breve, una gran pena;
cada seguridad un ciego espanto.
Sólo el dolor es el padre del mundo.
Sólo la pena trágica nodriza.
No hay río como el llanto, de fecundo,
ni agua mejor la tierra fertiliza.
Cuesta tanto avanzar, a tanto precio
hay que pagar un poco de ventura
que el hombre, ese funámbulo subido en el trapecio
de la vida, está a punto de saltar de su altura
y elegir el gran hueco de la nada, el oficio
de estrellarse de bruces en el suelo,
poner punto final al ejercicio
de falsas alas y de falso cielo.
No se puede seguir haciendo daño
en aras de una abstracta, quimérica alegría,
mientras crece un rebaño
de angustia cada día.
Perder más que ganar. Eso prefiero.
Perder rencor, miseria, odio en las vidas.
Perder esos fantasmas que hoy tienen prisionero
al hombre, que hoy enconan sus heridas.
La guerra que levanta su esqueleto
bajo el faldón de tanto frac gastado.
El odio que partea el feto
de lo desesperado.
El hambre, triste pie que pisa
por el mundo. El dolor, que a tanto ser acuna.
Mientras exista un niño sin pan y sin sonrisa
yo renuncio a la luna.
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