En cierta ocasión, aquel vejete, sentado
en la hierba,
aguardaba que su hijo regresase con el pollo
inexpertamente estrangulado y le daba un par de sopapos.
Por el camino
-caminaban al alba por aquellas colinas-
le explicaba que el pollo se estrangula con la uña
-entre los dedos- del pulgar, sin ruido.
en el fresco crepúsculo, andaban bajo la vegetación
rebosante de fruta y el muchacho llevaba
a hombros una calabaza amarillenta. El vejete decía
que, en los campos, la fruta es de quien la ha de menester,
tan cierto es que no nace bajo techado. Ante todo es
preciso
dar un vistazo alrededor y escoger después con calma la vid
más oscura
y sentarse a su sombra y no moverse hasta haberse saciado.
En la ciudad, hay quien come pollo. Por las calles
no se encuentran pollos. Se encuentra el viejecito
-todo lo que queda del otro vejete-
que, sentado en una esquinita, contempla a los transeúntes
que, si quieren, le tiran calderilla. No dice ni pío
el viejecito: cuando se habla, se tiene siempre sed
y en la ciudad no hay toneles que manen,
ni en octubre ni nunca. Está la parrilla del mesonero,
que huele a mosto, en especial por la noche.
En otoño, de noche, el viejecito camina
y no lleva ya la calabaza y las puertas humosas
de las tascas expelen borrachos que charlan a solas.
Son gentes que beben tan sólo de noche
(ya piensan en eso cuando empieza el día) y así se
embriagan.
El viejecito, de niño, bebía con calma;
ahora, le basta con olisquear y le da un tembleque:
hasta que traba los pies de un borracho con su bastón
y le hace caer. Le ayuda a levantarse, le vacía los bolsillos
(en ocasiones, al borracho todavía le sobra algo),
y, a las dos, le expulsan también a él
de la humosa tasca, pues canta, pues grita,
pues quiere la calabaza y tenderse bajo las vides.
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