con el viejo alarido de sus víctimas
uno a uno pasaron, rodando de la pétrea corona del altar
que sostuviera su pavor espléndido.
Su nube a solas, con sus mitos fríos
gira al relente, como un triste pájaro;
y de la hoguera,
sólo la llama de la ortiga sube
al pie de unas pirámides truncadas por los tiempos.
Ninguna sombra allí posa la ofrenda,
ni el ojo del humano, bajo las lágrimas, contempla
fulgir en el vacío su cólera emplumada.
Dioses de América. Sólo el caimán azota
con su cola de fango vuestro orgulloso imperio.
Esparcidos collares de dientes y de guerras
donde agoniza el trueno como una bestia herida
y la funesta tierra del silencio devora
el cuchillo de ónix, la vasija cerámica
con su muerto en cuclillas
en cuyos verdes labios de piel seca aún fulgura
el Salmo de la Lluvia,
el Salmo del Huevo,
el Salmo de la Luz y la Serpiente.
Máscaras impregnadas por la resina de la tea,
iluminad el páramo, la nieve
y la piel de los siglos sobre los escalones
donde como un ligero torbellino de polvo
aún reza el sacerdote de orejas espinadas que descifra el oráculo.
Fabulosos globos de monstruos y plumas, dioses,
cumbres de pánico y grandeza.
¿Quién soy ante vosotros, siervo de un dios más alto en cuya palma herida
sólo se posa la paloma ardiente de la expiación?
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