EL VIAJE, de Charles Baudelaire

 


A Maxime Du Camp

Para el niño, amante de mapas y de estampas,
el universo es igual a su vasto apetito.
¡Ah, qué grande es el mundo a la claridad de las lámparas!
¡A los ojos del recuerdo qué pequeño es el mundo!

Una mañana partimos, el cerebro lleno de llama,
el corazón henchido de rancunia y de deseos amargos,
y vamos, siguiendo el ritmo de la lámina,
arrullando nuestro infinito sobre el finito de los mares:

Los unos, felices de huir de una patria infame;
de otros, el horror de sus cunas, y algunos,
astrólogos ahogados en los ojos de una mujer,
La Circe tiránica de los peligrosos perfumes.

Para no ser cambiados en bestias, se embriagan
de espacio y de luz y de cielos abrasados;
el hielo que les muerde, los soles que les cuecen,
borran lentamente la marca de los besos.

Pero los verdaderos viajeros allí son aquellos que parten
por partir; corazones ligeros, semejantes a globos,
de su fatalidad jamás se escapan,
y, sin saber por qué, dicen siempre: ¡Vámonos!

Aquellos para los que los deseos tienen la forma de nubes,
y que sueñan, como un recluta el cañón,
de vastas voluptuosidades, cambiantes, desconocidas,
y de las cuales el espíritu humano jamás ha sabido el nombre.

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