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Llega un día
en que la mano percibe los límites de la página
y siente que las sombras de las letras que escribe
saltan del papel.
Detrás de esas sombras,
pasa entonces a escribir en los cuerpos repartidos por el mundo,
en un brazo extendido,
en una copa vacía,
en los restos de algo.
Pero llega otro día
en que la mano siente que todo cuerpo devora
furtiva y precozmente
el oscuro alimento de los signos.
Ha llegado para ella el momento
de escribir en el aire, de conformarse casi con su gesto.
Pero el aire también es insaciable
y sus límites son oblicuamente estrechos.
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