Una en mí maté:
yo no la amaba.
Era la flor llameando
del cactus de montaña;
era aridez y fuego;
nunca se refrescaba.
Piedra y cielo tenía
a pies y a espaldas
y no bajaba nunca
a buscar “ojos de agua”.
Donde hacía su siesta,
las hierbas se enroscaban
de aliento en su boca
y brasa en su cara.
En rápidas resinas
se endurecía su habla,
por no caer en linda
presa soltada.
Doblarse no sabía
la planta de montaña,
y al costado de ella,
yo me doblaba...
La dejé que muriese,
robándole mi entraña.
Se acabó como el águila
que no es alimentada.
Sosegó el aletazo,
se dobló, lacia,
y me cayó a la mano
su pavesa acabada...
Por ella todavía
me gimen sus hermanas,
y las gredas de fuego
al pasar me desgarran.
Cruzando yo les digo:
-Buscad por las quebradas
y haced con las arcillas
otra águila abrasada.
Si no podéis, entonces,
¡ay! olvidadla.
Yo la maté. ¡Vosotras
también matadla!
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