Daba el reloj las doce... y eran doce
golpes de azada en tierra...
¡Mi hora! —grité—
... El silencio
me respondió: —No temas;
tú no verás caer la última gota
que en la clepsidra tiembla.
Dormirás muchas
horas todavía
sobre la orilla vieja
y encontrarás una mañana pura
amarrada tu barca a otra ribera.
El insinuante
almizcle de las bramas
se esparcía en el viento, y la oportuna
selva estaba olorosa como una
mujer. De los extraños panoramas
surgiste en tu
cendal de gasa bruna,
encajes negros y argentinas lamas,
con tus brazos desnudos que las ramas
lamían, al pasar, ebrias de luna.
La noche se
mezcló con tus cabellos,
tus ojos anegáronse en destellos
de sacro amor; la brisa de las lomas
te envolvió en
el frescor de los lejanos
manantiales, y todos los aromas
de mi jardín sintetizó en tus manos.
Comentarios
Publicar un comentario