Señor, visitaste
París el día de tu nacimiento
Porque se había
hecho mezquino y malvado
Lo purificaste con
el frío incorruptible
De la muerte blanca.
Esta mañana, hasta
las chimeneas de las fábricas que cantan al unísono
Enarbolan sábanas
blancas
—“¡Paz a los Hombres
de buena voluntad!”
Señor, ofreciste la
nieve de tu Paz
al mundo divido, a
la Europa divida
A la España
desgarrada
Y el rebelde judío y
católico disparó sus mil cuatro cientos cañones contra las montañas de tu Paz.
Señor, acepté tu
albo frío que quema más que la sal.
Heme con el corazón
fundido como nieve bajo el sol.
Olvido
Las manos blancas
que disparan los fusiles,
que derrumban los
imperios
Las manos que
flagelaron a los esclavos, que te flagelaron
Las manos blancas
empolvadas que te abofetearon,
las manos pintadas y
manchadas de pólvora que me han abofeteado
Las manos seguras
que me han condenado a la soledad,
al odio
Las manos blancas
que derriban el bosque de palmeras que poblaban el África, el centro del África
Erectos y recios,
los Saras bellos como los primeros hombres que salieron de tus manos morenas.
Ellas derribaron la
selva negra para hacer los durmientes de los ferrocarriles
Ellas derribaron los
bosques del África para salvar la civilización porque hacía falta materia prima
humana.
Señor, yo no
dominaré mi odio, lo sé,
a causa de los
diplomáticos que enseñan sus largos caninos
Y que mañana
comerciarán con carne negra.
Mi corazón, señor,
se funde como la nieve sobre los techos de París
Al sol de tu
dulzura.
Que es suave para
mis enemigos, y mis hermanos de manos blancas sin nieve
Pues sus manos son
de rocío, en la noche, sobre mis mejillas ardientes.
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