No comprometo sobre lo oscuro de estas hojas
mi color solar, lo único hermoso de mi vida.
El me otorga ese limpio matiz escarlata
de dignidad suprema,
con que me visto ritualmente por las tardes,
para oficiar ante la noche como solar prosélito.
El me da facultades bellamente encendidas,
cuando la mitad de mi ser frente al crepúsculo
sufre una pequeña muerte,
mas la otra mitad canta en la sombra.
Desprovisto de solar decoro,
para mí como el pan necesario,
mi espíritu no tiene los móviles recursos
del camaleón, danzante
sobre la estela musical del iris.
Si la silvestre bestezuela
pulsa su vida amenazada,
conviértese, de arbusto, en amapola.
Yo soy la inerme oruga que apenas si se encoge
al sentir el relámpago y sus iras.
Cuando padezco mi color no cambia.
¡Ah, si pudiera como el camaleón cetrino,
pasar del gris al verde y al gualda y a lo púrpura!
Pero no: soy nada más la púrpura, el incendio
sin lo gualda, lo verde ni lo gris.
Mi destino es vivir amurallado
por el rojo solar que me encarcela,
deslumbrante y hermoso pero trágico.
Mi alma lo escogió como su insignia.
Con él comienzo mi trabajo diurno
de tinta azul en mano carpintera,
y escribo con la espalda hacia la Muerte.
Mi códice de brisa tiene cánticos
de rojos duros y capítulos
donde todas las letras se desangran.
Mas yo quisiera ser como el volatinero
cambiante de colores,
sobre la incandescencia de la pista.
Pero soy fiel a mi destino
solar y a mis escudos escarlata,
que empiezan en hipótesis celestes.
Porque soy algo de la escoria solar, de su hermosura
tremenda y lo incendiario de su orgullo.
Esa es mi estirpe: el rojo de la llama.
¡Qué importa que irradiando me atribule,
si soy de las hipótesis solares,
y su tránsito por las penumbras de mi espíritu
recuérdame unas nubes doradas que son, como las rosas,
únicamente hipótesis del sueño!
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