A
Maurice Blanchot
La desafiaba, se adelantaba hacia su corazón, semejante a
un
boxeador con dobladillo, alado y poderoso, muy en el centro
de la geometría atacante y defensora de sus piernas. Sopesaba
con la mirada las cualidades del adversario que se contentaba con
ceder, atrapado entre una virginidad agradable y su experiencia.
Sobre la blanca superficie donde se desarrollaba el combate,
ambos olvidaban a los espectadores inexorables. Por el aire de
junio revoloteaba el nombre propio de las flores del primer día
del verano. Finalmente una ligera arruga recorrió la mejilla del
segundo y se dibujó en ella una raya rosa. La réplica brotó seca y
consecuente. Con las corvas de repente semejantes a ropa tendida,
el hombre flotó y titubeó. Pero los puños de enfrente no se
aprovecharon de su ventaja, renunciaron a rematar. Ahora las
cabezas magulladas de los dos contendientes se balanceaban una
contra otra. En ese momento el primero debió de decirle adrede al
segundo, al oído, palabras tan perfectamente ofensivas, o apropiadas,
o enigmáticas, que de éste surgió rápido, total, preciso, un rayo
que
tumbó cuan largo era al incomprensible combatiente.
Ciertos seres poseen una significación que nos falta.
¿Quiénes son?
Su secreto mora en lo más profundo del secreto mismo de la vida.
Se acercan a ella. Ella los mata. Pero el porvenir al que así han
despertado con un murmullo, adivinándolos, los crea. ¡Oh dédalo
del extremo amor!
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