Wall Street en
la niebla.
Desde el Bremen
Alguien se despertaba pensando que la niebla
ponía un especial cuidado en ocultar el crimen.
De allí,
de allí salía:
un enloquecedor vaho de petróleo,
de alejados y vastos yacimientos convertidos en cifras,
hacinados por orden en los cofres secretos,
en las lentas, profundas, inconmovibles cajas,
más profundas que pozos aún inexplorados,
puestos allí estos cofres,
puestas allí estas cajas por anónimos,
invisibles, oscuros, explotados,
desamparados hombres macilentos.
Yo era el que despertaba comprendiendo,
sabiendo lo que era aquel amanecer de rascacielos
igual que verticales expresos de la niebla,
era yo quien oía, quien veía, despertándose.
De allí,
de allí salían:
un crujido de hueso sin reposo, húmedos, calcinados,
entre la extracción triste de metales,
una seca protesta de cañas dulces derrumbándose,
de café y de tabaco deshaciéndose,
y todo envuelto siempre en un tremendo vaho de petróleo,
en un abrasador contagio de petróleo,
en una inabarcable marea de petróleo.
Era yo quien entraba, ya despierto, asomado a la niebla,
viendo cómo aquel crimen disfrazado de piedras con ventanas
se agrandaba, ensanchándose,
perdiéndose la idea de su altura,
viéndole intervenir hasta en las nubes.
Y era yo quien veía, quien oía, ya despierto.
De allí,
de allí salía mojada de aire sucio y brumas carboneras:
la voz de la propuesta de robos calculados,
velada por ruidos de motores zarpando hacia las islas,
levantándose armados hacia el cielo de otros.
Salía esta voz fruncida a los insultos de hombres
mercenarios con fusiles,
impidiendo lo largo de los muelles,
las planicies minadas de palmeras,
los bosques de brazos y cabellos cortados a machete.
Lastimándome, oyéndose,
cayendo a mares desde los rascacielos diluidos,
salían Nicaragua,
Santo Domingo,
Haití,
revueltos en la sangre intervenida de sus costas,
secundando el clamor de las islas Vírgenes compradas,
el estertor de Cuba,
la cólera de México,
Panamá,
Costa Rica,
Colombia,
Puerto Rico,
Bolivia,
Venezuela...
Y todo envuelto siempre en un tremendo vaho de petróleo,
en un abrasador contagio de petróleo,
en una inabarcable marea de petróleo.
Y era yo entre la niebla quien oía, quien veía mucho más
y todo esto.
Nueva York, Wall Street, banca de sangre,
áureo pulmón comido de gangrena,
araña de tentáculos que hilan
fríamente la muerte de otros pueblos.
De tus cajas, remontan disfrazados
embajadores de la paz y el robo:
Daniels, Caffery, etc., revólveres
confidentes y a sueldo de tus gansters.
La Libertad, ¡tu Libertad! a oscuras
su lumbre antigua, su primer prestigio,
prostituida, mercenaria, inútil,
baja a vender su sombra por los puertos.
Tu diplomacia del horror quisiera
la intervención armada hasta en los astros,
zonas de sangre, donde sólo ahora
ruedan minas celestes, lluvias vírgenes.
Mas aún por América arde el pulso
de agónicas naciones que me gritan
con mi mismo lenguaje entre la niebla,
tramando tu mortal sacudimiento.
Así un día tus 13 horizontales
y tus 48 estrellas blancas
verán desvanecerse en una justa,
libertadora llama de petróleo.
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