Sin excepción, casi por naturaleza o desatino,
todos los días, a la mañana,
temprano,
ando por este camino. Llego tarde
al trabajo y con
alegría, cuando
es necesario llegar más temprano
y con indignación o repugnancia o
sed
de venganza o rabia. Todo esto
no me martiriza ni me apena,
aunque parezca
lo contrario y tenga olor a
traición; sé muy bien,
con toda impaciencia, que el ocio
llegará algún día con la
revolución. Y que ni una cosa
ni la otra vienen de la tristeza o
de la impotencia.
Voy cansado, es cierto, harto como todo el mundo que se precie,
o con desaliento; pero nunca falta
alguna cosa, un olor,
una risa que me devuelva,
para valer la pena; recién
entonces empiezo a convencerme;
calles sucias y bocinas y el
tráfico
alucinado y dormido todavía;
viejos conocidos,
como el destino
o la bruma de la ciudad. Y
el mal semblante; la desconfianza
en los ojos, en los grandes ojos
de la gente
hechos para volar. Manos
enrarecidas
que rodean
la calle sitiando su respiración.
Dominados
del mundo; empleadas
tersas y vulgares bajando
de coches lujosos de los dueños
de otras empleadas, y así
sucesivamente.
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