Quien no está de acuerdo pregunta, entre las últimas casas,
al comienzo del prado, y su pregunta queda en el aire,
a lo lejos, en las matas de hierba, en el pico de la montaña.
Quien no está de acuerdo pregunta, recuerda un nombre,
evoca el mar lejano, las facilidades de un balcón, la
proximidad de una araucaria, el sonido de una opinión
fraterna, el color de una madrugada, la esperanza, en fin,
excepcional, verosímil.
Quien no está de acuerdo vuelve a la ciudad, mira hacia
el interior de las cocinas donde están prontos los pollos
horneados, las sopas de ajo y de arroz, el pan blanco,
los zapallos y las papas, y los manteles y el esplendor
del mediodía.
Quien no está de acuerdo mira, se descubre en la calle
asoleada, y lanza otra vez su pregunta, que se levanta
del camino y se mantiene inmóvil entre las ramas del
árbol.
Quién no está de acuerdo finalmente no pregunta:
escucha, mira, respira, agradece.
Tantos hechos son, por último, uno solo. Tantas preguntas
se hacen una sola oración, un rezo a la luz del sol. A
mediodía, extiende las manos, seca sus ropas. Y todo
el llanto y la furia, y la ternura, y la equivocada puerta,
y la altanera opción, y la fuente y el tiempo, le dicen sí.
Lo comprenden en este momento límite, en su total
desesperanza, y lo confirman en tanto amor desamorado.
Es el sí del mediodía, amor de la fuente, del ojo, de los
cuerpos, del basalto y el pórfido, de la pequeña escala
y la columna de agua, del orfeón, de la verdeante bulla,
por ahora, para siempre.
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