Como un niño que en la tarde brumosa va diciendo su lección
y se duerme.
Y allí sobre el magno pupitre está el mudo profesor que no
escucha.
Y ha entrado en la última hora un vapor leve, porfiado,
pronto espesísimo, y ha ido envolviéndolos a todos.
Todos blandos, tranquilos, serenados, suspiradores,
ah, cuán verdaderamente reconocibles.
Por la mañana han jugado,
han quebrado, proyectado sus límites, sus ángulos, sus
risas, sus imprecaciones, quizá sus lloros.
Y ahora una brisa inoíble, una bruma, un silencio, casi un
beso, los une,
los borra, los acaricia, suavísimamente los recompone.
Ahora son como son. Ahora puede reconocérseles.
Y todos en la clase se han ido adurmiendo.
Y se alza la voz todavía, porque la clase dormida se
sobrevive.
Una borrosa voz sin destino, que se oye y que no se supiera
ya de quién fuese.
Y existe la bruma dulce, casi olorosa, embriagante,
y todos tienen su cabeza sobre la blanda nube que los
envuelve.
Y quizá un niño medio se despierta y entreabre los ojos,
y mira y ve también el alto pupitre desdibujado
y sobre él el bulto grueso, casi de trapo, dormido, caído,
del abolido profesor que allí sueña.
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