Tarde sin una flor. Lento camino.
La llanura incendiaba sus retamas.
Ululaban al fondo
las feroces jaurías del verano.
¿Ay, por qué cuando crujen los sarmientos
de la fiebre, tal vez se abren recónditas,
diáfanas salas
de dulce aroma o brisa?
¡Tersa visión de paz! ¿La calentura
le trajo hasta mis ojos? ¿Fuiste un sueño
del viento de la siesta, creador?
Tras una curva de la senda, surge
la verja de un jardín. Franca, la puerta.
Es un hervor de pájaros, un sollozar de fuentes,
dentro, la verde luz extraña.
Altas llamas de sueño ensombrecido,
los cipreses agudos
cimbrean levemente
la flecha exacta contra el denso azul.
Monstruosas flores,
flores de otras laderas,
exhalan grueso aroma,
casi carnal.
Y flotan voces laxas,
dulces lamentos y veladas músicas.
Anchísima avenida
en hondura sin tiempo se diluye.
Yo miraba en silencio
la fresca sombra del jardín
(oh quietud, oh perfume letal, oh luz extraña).
Tenía sueño y sed. Un viento inexistente,
torpe querencia, me impelía...
iba ya a entrar...
Dura belleza torva,
ojos de acero y bronce la melena,
me gritó: "No, tú sigue tu camino".
Y señaló a la tarde.
Ya era un lago de sombra la llanura,
y aullaban a lo lejos
las feroces jaurías del verano.
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