Tuya es mi casa, amigo, mi pan, mi mano abierta.
Entra, estamos reunidos lo mismo que en un canto.
Esta niña es la aurora y aquella gota de agua
el corazón alegre de los pájaros.
Toma el cereal dorado entre mis sueños,
la gracia de la noche aquí nacida,
aquí rodeando el fuego,
relatando la edad de la esperanza
como cuando era cielo
y el aire su campana que reía.
Tómalo todo, sí, esta silla de espuma,
la mirada del alba que en mis ojos clarea.
Mi sueño te recibe, te exalta, me ilumina.
Cuando toques las flores, cuando avances
entre el humo de afuera y llegues a mi casa,
tendrás la fina lámpara del río,
el oro de mis días,
esta pura corriente del viento en la hermosura
que late con la brisa entre los árboles
y se ofrece después junto a mi mesa
goteada de rocío.
Mira el árbol, mi amigo, la raíz y su fruto.
Lo planté para ti,
le di mi pan, mi mano abierta.
No recuerdo su historia,
ni sabe que una vez yo fui su carne
golpeada por la lluvia,
aterida en el frío, pero viva
con su tibia corola mirando el infinito,
las horas que vendrían
con su púrpura ciega del otoño
y estos claros recuerdos de mi infancia ignorada.
(Yo fui una vez un árbol, tal vez nací en un río
o en una casa abierta al horizonte;
quizá tú lo recuerdes,
recuerdes las canciones de mi pecho
-pastor de pan de almendro y de rocío.)
Acaricia la frente
de esta luz que ha heredado la esperanza,
los vientos, tan oscuros, de mi niñez desnuda,
cuando tú ya nacías para el día
que ahora nos revela y nos anuncia
la edad que en ti perdura, se prolonga
y crea esta mirada de cielo que perfuma
el pan de nuestra mesa, el canto de los pájaros
y la aurora que llega despierta en tu palabra.
Entra, estamos reunidos lo mismo que en un sueño.
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