Desde niño sufrí
la tiranía de los otros.
Fui dócil, aprendí,
y como un mono o un bufón
entretuve a los nobles
con mis prodigios en el piano.
Compuse con talento
según el gusto de mi época
y fui aplaudido. Pero
cierta vez un acorde
me trastornó con su misterio:
supe que el alma es infinita,
que la orfandad es infinita
y me interné por los caminos
que las arduas tinieblas
abrían ante mí.
Los míos no entendieron.
Me encontraron oscuro,
rebelde, sospechoso.
Mi padre se alarmó.
Mi mujer se ofendió.
Los archiduques me olvidaron.
Pero yo seguí solo
y me di la razón.
Fui venturoso, fui desventurado.
Canté mis melodías con los ángeles
y con los comediantes de la legua.
Después, una mañana
frígida de diciembre
me morí. Y ahora soy
la música de Mozart.
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