Negra Vahíne
tu oscura trenza hacia tus pechos tibios
baja con su perfume de amapolas,
con su tallo que nutre la luz fosforescente,
y miras melancólica como el cielo te cubre
de antiguas hojas, cuyo rey es sólo
un soplo de la estación dormida en medio del viento,
donde yaces ahora, inmóvil como el cielo,
mientras sostienes una flor sin nombre,
un testimonio de la enloquecedora primavera en que moras
¿Conservará la sombra de tus labios
el beso de Gauguin, como una terca gota de salmuera
corroyendo hasta el fondo de tu infierno
la inocencia –el obstinado y ciego afán de tu ser-;
ya errante en la centella de los muertos,
lejana criatura del océano...?
¿Dónde labra tu tumba
el ácido marino?
Oh Vahíne, ¿dónde existes
ya sólo como piedra sobre arenas azules,
como techo de paja batido por el trópico,
como una fruta, un cántaro, una seta
que pueblan los espíritus del fuego, picada por los pájaros,
pura en la antología de la muerte...?
No una guirnalda de sonrisas
no un espejuelo de melosas luces,
sino una ley furiosa, una radiante ofensa
al peso de los días
era lo que él buscaba, junto a tu piel,
junto a tus chatas fuentes de madera,
entre los grandes árboles,
cuando la soledad, la rebeldía,
azuzaban en su alma,
la apasionada fuga de las cosas.
Porque ¿qué ansía un hombre
sino sobrepujar una costumbre llena de polvo y tedio?
Ahora, Vahíne, me contemplas sola,
a través de una niebla azotada por el vuelo de tantas
invisibles aves muertas.
Y oyes mi vida que a tus pies se esparce
como una ola, un término de espuma
extrañamente lejos de tu orilla.
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