A VAHÍNE, de Enrique Molina



Negra Vahíne

tu oscura trenza hacia tus pechos tibios

baja con su perfume de amapolas,

con su tallo que nutre la luz fosforescente,

y miras melancólica como el cielo te cubre

de antiguas hojas, cuyo rey es sólo

un soplo de la estación dormida en medio del viento,

donde yaces ahora, inmóvil como el cielo,

mientras sostienes una flor sin nombre,

un testimonio de la enloquecedora primavera en que moras

¿Conservará la sombra de tus labios

el beso de Gauguin, como una terca gota de salmuera

corroyendo hasta el fondo de tu infierno

la inocencia –el obstinado y ciego afán de tu ser-;

ya errante en la centella de los muertos,

lejana criatura del océano...?

¿Dónde labra tu tumba

el ácido marino?

Oh Vahíne, ¿dónde existes

ya sólo como piedra sobre arenas azules,

como techo de paja batido por el trópico,

como una fruta, un cántaro, una seta

que pueblan los espíritus del fuego, picada por los pájaros,

pura en la antología de la muerte...?

No una guirnalda de sonrisas

no un espejuelo de melosas luces,

sino una ley furiosa, una radiante ofensa

al peso de los días

era lo que él buscaba, junto a tu piel,

junto a tus chatas fuentes de madera,

entre los grandes árboles,

cuando la soledad, la rebeldía,

azuzaban en su alma,

la apasionada fuga de las cosas.

Porque ¿qué ansía un hombre

sino sobrepujar una costumbre llena de polvo y tedio?

Ahora, Vahíne, me contemplas sola,

a través de una niebla azotada por el vuelo de tantas

invisibles aves muertas.

Y oyes mi vida que a tus pies se esparce

como una ola, un término de espuma

extrañamente lejos de tu orilla.

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