Estándonos tan solos como estamos
y siendo ya la tierra inacabable,
a peregrinar bajan celestes mensajeros,
alados habitantes del Jardín remoto.
Vuelan sobre el campo que roturas,
ondean, y sus túnicas esparcen
viejos olores que llorando bebo.
O se sientan, gigantes, en colinas,
para mirarnos con tristeza lenta...
O se tienden en los bosques resguardándonos
del sol adusto cuando Dios recuerda.
Hermosos caminantes son los ángeles
que vienen y acompañan nuestro exilio.
Aquellos de la espada son hostiles,
severos e implacables; y no duermen.
Mas éstos, no; son instrumentos
de elocuencia en el brío de sus alas.
Las brisas que nos mueven, ¡oh cuán dulces;
qué presencia la suya entre la noche!
Miro lo infinito sin arar, con ansia
de verlo todo en flor, y apenas
el pecho se acongoja del esfuerzo,
los ángeles prorrumpen en canciones.
Hombre, míralos; no estamos solos:
ruedas de arcángeles girando
contemplan nuestros días de nostalgia.
¿Qué le cuentan a Dios de lo que hacemos:
el duro trajinar, la oscura lucha
contra la tierra que amanece agria?
¿O que brotan al fin nuestros sembrados;
que los predios son salmos de fragancia?
¿Qué le decís vosotros, qué lleváis
de nuestra vida a Dios...?
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