TINIEBLAS, de Lord Byron


Extraño sueño tuve que no fue todo sueño.

Se extinguió el sol brillante, y las altas estrellas

rodaron apagadas por el espacio eterno,

sin rumbo ni destino, y la gélida Tierra

osciló ciega y negra por los aires sin luna;

y pasaron los días y la luz no volvía,

los hombres olvidaron sus odios en el miedo

de sus graves pesares; todos los corazones

yacían abatidos en plegaria egoísta:

frente a hogueras vivían por la luz, y los tronos,

los palacios de reyes coronados, las chozas,

y las habitaciones y todas las moradas,

nutrieron los fanales; se abrasaron ciudades,

congregados los hombres en torno de esas llamas

para verse de nuevo los rostros azorados;

alentaban dichosos aquellos que moraban

al pie de los volcanes y a la luz de su antorcha:

temerosa esperanza todo el mundo encerraba;

se incendiaron los bosques, hora a hora caían

y se desvanecían, y los troncos hendidos

morían estallando, y todo estaba negro.

Por la luz extraviadas, las frentes de los hombres

un espectral aspecto mostraban alumbradas

a la luz de relámpagos; algunos sollozaban

cubriéndose los ojos; otros, que descansaban

con las manos convulsas en las barbas, reían,

y otros, apresurados por aquí y por allí,

sus piras funerales cebaban y veían

con demente inquietud, en el oscuro cielo,

la mortaja del mundo, y entonces nuevamente

lanzando maldiciones sobre el polvo, los dientes

rechinaron dando aullidos: los pájaros salvajes

chillaron aterrados, en el suelo agitados,

con aleteo inútil; las más feroces bestias

muy mansas se acercaron; las serpientes reptando

y enroscándose solas, entre las multitudes

silbaron sin veneno y el hombre devorolas;

y la Guerra, pasmada quizá por un instante,

engullose a sí misma; se compró el alimento

con efusión de sangre y apartados se hartaban

tragando en las tinieblas: fue el amor desechado;

la tierra el pensamiento daba sólo a la muerte,

inmediata y sin gloria; y el tormento del hambre

habitó toda entraña, fallecían los hombres,

insepultos sus huesos al igual que su carne;

los flacos a los flacos devoraban, los perros

mismos hasta a sus amos asaltaban, sólo uno

guardó fiel un cadáver rodeado de enemigos:

de las aves y bestias, de los hombres hambrientos,

y matolos el hambre, o la muerte lloviendo

arredró sus quijadas; y él mismo, desdeñando

su alimento con queja perpetua y compasiva,

murió con atroz grito, lamiéndole la mano

que antes lo acariciara con tanta complacencia.

El hambre consumía poco a poco a los hombres,

y fueron enemigos: vecinos se encontraron

de las aras humeantes con lánguidos tizones,

donde se amontonaron objetos sacrosantos

removiendo los restos con manos descarnadas

en las cenizas yertas, y su hálito apagado

jadeó en busca de vida, y llamas encendieron

exiguas y mezquinas, sus ojos levantaron

frente a esa luz débil, y entonces uno y otro,

al así contemplarse, gritaron sucumbiendo:

ante su hórrido aspecto los dos hombres murieron,

sin saber a cuál de ambos sobre la frente el hambre

marcólo cual Demonio. Quedó vacío el mundo,

y pobres y opulentos se hicieron masa informe

sin hierbas ni cosechas, sin hombres y sin vida,

masa informe de muerte, duro caos de arcilla.

Ríos, lagos, océanos calmos permanecían,

y nada turbó ya sus silentes abismos;

las naves, sin marinos, iban a la deriva,

y cayeron sus mástiles quebrados en pedazos

durmiendo en los abismos de las olas ya muertas;

las mareas inmóviles yacían en sus tumbas,

la Luna, su señora, también estaba muerta;

se agotaron los vientos en el aire estancado,

y murieron las nubes; no importaba su ayuda,

pues tan sólo tinieblas tornose el universo. 

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