LA LUNA CON GATILLO, de Raúl González Tuñón


Es preciso que nos entendamos.

Yo hablo de algo seguro y de algo posible.

Seguro es que todos coman

y vivan dignamente

y es posible saber algún día

muchas cosas que hoy ignoramos.

Entonces, es necesario que esto cambie.

El carpintero ha hecho esta mesa

verdaderamente perfecta

donde se inclina la niña dorada

y el celeste padre rezonga.

Un ebanista, un albañil,

un herrero, un zapatero,

también saben lo suyo.

El minero baja a la mina,

al fondo de la estrella muerta.

El campesino siembra y siega

la estrella ya resucitada.

Todo sería maravilloso

si cada cual viviera dignamente.

Un poema no es una mesa,

ni un pan,

ni un muro,

ni una silla,

ni una bota.

Con una mesa,

con un pan,

con un muro,

con una silla,

con una bota,

no se puede cambiar el mundo.

Con una carabina,

con un libro,

eso es posible.

¿Comprendéis por qué

el poeta y el soldado

pueden ser una misma cosa?

He marchado detrás de los obreros lúcidos

y no me arrepiento.

Ellos saben lo que quieren

y yo quiero lo que ellos quieren:

la libertad, bien entendida.

El poeta es siempre poeta

pero es bueno que al fin comprenda

de una manera alegre y terrible

cuánto mejor sería para todos

que esto cambiara.

Yo los seguí

y ellos me siguieron.

¡Ahí está la cosa!

Cuando haya que lanzar la pólvora

el hombre lanzará la pólvora.

Cuando haya que lanzar el libro

el hombre lanzará el libro.

De la unión de la pólvora y el libro

puede brotar la rosa más pura.

Digo al pequeño cura

y al ateo de rebotica

y al ensayista,

al neutral,

al solemne

y al frívolo,

al notario y a la corista,

al buen enterrador,

al silencioso vecino del tercero,

a mi amiga que toca el acordeón:

—Mirad la mosca aplastada

bajo la campana de vidrio.

No quiero ser la mosca aplastada.

Tampoco tengo nada que ver con el mono.

No quiero ser abeja.

No quiero ser únicamente cigarra.

Tampoco tengo nada que ver con el mono.

Yo soy un hombre o quiero ser un verdadero hombre

y no quiero ser, jamás,

una mosca aplastada bajo la campana de vidrio.

Ni colmena, ni hormiguero,

no comparéis a los hombres

nada más que con los hombres.

Dadle al hombre todo lo que necesite.

Las pesas para pesar,

las medidas para medir,

el pan ganado altivamente,

la flor del aire,

el dolor auténtico,

la alegría sin una mancha.

Tengo derecho al vino,

al aceite, al Museo,

a la Enciclopedia Británica,

a un lugar en el ómnibus,

a un parque abandonado,

a un muelle,

a una azucena,

a salir,

a quedarme,

a bailar sobre la piel

del Último Hombre Antiguo,

con mi esqueleto nuevo,

cubierto con piel nueva

de hombre flamante.

No puedo cruzarme de brazos

e interrogar ahora al vacío.

Me rodean la indignidad

y el desprecio;

me amenazan la cárcel y el hambre.

¡No me dejaré sobornar!

No. No se puede ser libre enteramente

ni estrictamente digno ahora

cuando el chacal está a la puerta

esperando

que nuestra carne caiga, podrida.

Subiré al cielo,

le pondré gatillo a la luna

y desde arriba fusilaré al mundo,

suavemente,

para que esto cambie de una vez.

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