DE ASTERIÓN (El Aleph (1949), de Jorge Luis Borges


Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.

APOLODORO: Biblioteca, III, I.

SÉ QUE ME acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales

acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de

mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)[1] están

abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No

hallará pompas mujeriles aqui ni el bizarro aparato de los palacios pero si la quietud y la

soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los

que declaran que en egipto hay una parecida). Hasta mis detractores admiten que no

hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridicula es que yo, Asterión, soy un prisionero.

¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, anadiré que no hay una cerradura? Por lo demás,

algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me

infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya

se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey

dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se posternaba; unos se

encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo,

se ocultó en el mar. no en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el

vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros

hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las

enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espiritu, que está capacitado para lo

grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa

no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días

son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las

galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la

vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer,

hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados

y la respiración poderosa. (A veces me duremo realmente, a veces ha cambiado el color del

día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión.

Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le

digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocaremos en otro

patio o bien decía yo que te gustaría la canalta o Ahora verás una cisterna que se llenó de

arena o Ya verás como el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reimos

buenamente los dos.

No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. todas las

partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un

patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos,

patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a

fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la

calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de

la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo

está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una

sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, asterión. quizá yo he creado las estrellas y el sol la

enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal.

Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a

buscarlos. La cremonia dura pocos minutos. uno tras otro caen sin que yo me ensangrinte

las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadaveres ayudan a distinguir una galería de las

otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que

alguna vez llgaría mi redentor. desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive

mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mo oído alcanza todos los rumores del

mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos

puertas. ¿Como será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez

un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio

de sangre.

—¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió.

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